Pasé la tarde del vies en Barcelona. Era una tarde calurosa, con un aire graso, denso de humedad. Mi prera visita fue a TV3, una cita en “El club” de Albert Om. Está serio. No le ha gustado que en “Cómo salir del infierno” cite su discutida actuación el día que entrevistó a Pepe Rubianes. “No lo has visto”, me echa en cara. “Sí”, le contesto, vi el fragmento íntegro, durante unos días fue pasto de Intet. Sigue instalado en su asombro. Tiene dos grandes razones para defender su papel, aquella risa cómplice con la que acompañó los espasmos mentales del payaso contra España y los españoles. La prera razón: nadie dijo nada hasta una semana después de la entrevista, todo fue, añade, un caso de agitación orquestada y anada la cadena COPE.
La otra razón es tan potente como la prera: “todos sabemos aquí como es Rubianes, y las cosas que dice”. Es decir, estamos acostumbrados, lleva mucho tiempo diciendo lo mismo. “La gente paga para ir al teatro y escuchar esas burradas de Rubianes”. Ya nadie se sorprende, la anestesia está tan reiterada que el nervio es incapaz de sentir el pinchazo con el que comienza la administración del narcótico. Por otra parte la tarde pasó tranquila. En escena, Albert deja hablar. Es mi segunda visita. Siempre me he sentido libre de decir lo que pienso, y las invitaciones se han reiterado. Om me echa en cara que en “Cómo salir del infierno” hablo de una Cataluña erizada, hostil contra quien no es nacionalista, una Cataluña que no es la real. Le contesto que mi presión es muy diferente.
Al salir pienso qué hubiera pasado si en un ataque de humor hubiera echado pestes de Cataluña. No es mi estilo, pero ¿y si hubiera pasado? Quizá Albert hubiera reído mis gracias y hubiera pensado para sí, sin hablar al espectador como en el teatro: “ya sabemos todos cómo es este Urdaci”. He callado. Le he visto triste. Quizá que esa misma mañana, un juez que no sabe cómo es Rubianes, ha admitido a trámite una querella o denuncia contra el programa. Suerte.
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