Estamos en tiempos de camiseta. No el calor, que aprieta en la meseta y en el sur, mientras en el norte, tan inquieto, llueve en Pamplona con intensidad de tromba, en una comunidad en la que la borrasca es un síntoma más de abundancia, un indicio de que, como diría el proteico Miguel Sanz, la comunidad foral ha superado a sus vecinos los vascos en todos los indicadores económicos. Sanz se ha puesto la camiseta roja, pero la de las esencias navarristas, con cadenas y todo, y se pasea España, con cuidado de no coincidir con los partidos de España, más que nada para evitar un vacío en el aforo, que siempre queda feo.
España es una camiseta, y en Cataluña la “samarreta” que es una versión más “cool”, pero significa lo mismo. Quienes piensan que una lengua es una concepción del mundo no han podido demostrar que la “samarreta” que se ha puesto Maragall para pasar lo que resta de verano sea diferente de la que le espera a Pepiño Blanco para viajar unos días a Galicia, entre comunicados de la banda, que le llama valiente, a él y a su jefe. Si acaso, la de Blanco tendrá el algodón un poco más tupido, como con felpa, que ya se sabe que en la Galicia del bipartito hará más frío que en la Fraga, que los veranos ardían los cuatro costados.
Los hay que llevan una camiseta secreta, como invisible, cubierta el nudo de la corbata, para que no asome entre el vello de un pecho florido, sea protuberante o hundido. La lleva Rubalcaba, para empapar los humores tóxicos que segregan sus órganos, y de ahí su rostro de asceta medieval, que en estos tiempos de calor tórrido ponérsela todo el día no puede ser más que una penitencia.
Ahora Madrid se la pone en las plazas. En la de Colón los de Cuatro, en la fiesta de Polanco. Y en Sol, Aguirre convoca al pueblo a sufrir, no las obras, sino la maldad francesa, que ya no es ni ninguna enfermedad venérea, sino la mirada asesina de Zidane. Aguirre dice que en su casa se verá la Sexta, para que quede claro que no todas las fiestas tienen el mismo gintonic, ni la misma camiseta.
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