Blanco, Pepiño, “el que ponía los cafés en la sede de Lugo”, a decir de su amigo Francisco Vázquez, ha vuelto a hablar, y la ha vuelto a liar. Y mira que el chófer le ha dicho más de una vez, en la tibia intidad de cuero de su “Haiga”, que lite sus momentos histriónicos, sus elevaciones, sus explosiones, sus prédicas seminales, al ámbito doméstico, donde es rey y súbdito, según el papel que le apetezca.
En su últa aspiración pública ha llegado más lejos que nunca. Sus palabras fueron traducidas al hebreo. No es que preocupen al gobierno de Israel, que bastante tiene con lo que tiene en el sur del Líbano. La intifada verbal de Pepiño es una línea en la sección de humor que cada mañana les pasan a los jefes de Hezbolá, para que se vayan enterando de que han conseguido engañar a otro incauto con cargo gracias a los minutos de propaganda en los telediarios.
A esta hora, a cualquier hora que usted lea esto, la diplomacia internacional está a la espera de las soluciones que salen de Madrid, de las ataciones de esa ilustre pareja formada el guitarrista Zapatero y su palmero Pepiño. No se concibe una salida del conflicto sin los descubrientos de ingeniería política de nuestros prebostes. El gusto las estampas de Zp, y la inclinación morbosa los milicianos fibrosos y aceitunados de Pep, la pericia irreflexiva de ambos, la ignorancia cósmica que comparten, y el necio idealismo de teleserie que aplican a todo lo que se les pone delante, ha arruinado décadas de trabajo de nuestra diplomacia que había conseguido construir un edificio de delicados equilibrios para ayudar a resolver un conflicto que desborda de los esquemas que manejan nuestros becarios en el poder.
Vestido de filisteo, Blanco es un peligro público. Los focos y el atril le hacen sentirse Sansón, se crece, se crece hasta estallar, y luego se queda lacio y rendido, como vacío, incapaz de firmar una nota de rectificación desde la sede de Ferraz.
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