¡Ay, el Pocero!, qué mal elige los días de gloria. ¿Quién le asesora? ¿Será cierto que un antiguo tavoz del gobierno maneja los hilos de las apariciones públicas de este hombre hecho a sí mismo con el barro de los caminos? Es posible. Por talante, y también talento, son próxos, vehementes, cordiales. Dan palmadas exuberantes y gritan en el restaurante, con la satisfacción de quien está seguro de que su conversación debiera interesar a toda la sala.
El Pocero ha decidido coger el toro los cuernos con sus manos de panadero, y torcerle el cuello hasta que humille. “Cuando llegué a Seseña aquí sólo había un hombre y un burro”. Hombre, habría algo más. Burros y borricos hace tiempo que desaparecieron de estepa castellana, donde sólo quedan tractores Ebro y cosechadoras Fergusson como arqueología de la época franquista. Hernando encontró aquel hombre que no era ninguno de los apóstoles de Meaux y le compró la tierra dos duros, y al día siguiente llegaron los alcaldes recalificadores y le hicieron al Pocero un paraíso de hectáreas que él se encargó de edificar.
El Pocero tiene una idea muy particular de la creación. Él estaba en la tierra un segundo después que Adán, incluso antes de que Eva tentara al haragán perezoso con una de las manzanas que colgaban de su pecho. El antiguo tavoz del gobierno le ha convencido a este hombre de aquello que se decía de Italia y la Fiat. Lo que es bueno para el Pocero es bueno para Seseña, y de paso para España. Antes de que este hombre levantara un almacén de almas en el páramo no había nada. La creación es una obra de Dios de la mano de Hernando. Y sus enemigos son las huestes de ángeles caídos, diablos resentidos con la magnificencia de su obra.
Que sí Hernando, nos has convencido, pero dinos, ¿qué has hecho con aquel hombre? ¿Qué has hecho de aquel burro? Y no vale responder lo que Adán, que replicó con aquello de que no era el guardián de su hermano. Dinos. ¿Qué ha sido de aquel gañán y de su amado asno?
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