Cae un agua helada. Es la prera del año, y también del invierno. El conductor se frota las manos, no se si el frío o el negocio que estamos en Ayala y vamos a Alcorcón, ciudad de frontera donde brillan las navajas del malestar. El taxista, pájaro de día entre semana y nocturno los fines, sabe lo que vale un peine, y me dice que en las noches sabatinas no coge bicho si no está seguro de que va cabal, tiene pasta para pagar el viaje en ‘grillo’ y aparenta ser pata negra nacional. Así está el patio de Madrid. Pero enseguida me mete de hoz y coz en el asunto de Alcorcón. Quiere saber si le daremos cancha en el programa. ‘No le quepa duda’, le tranquilizo.
Después de la promesa me cuenta su versión. Es vecino de las canchas donde se ha acumulado la energía que ha estallado este fin de semana, como si fuese la falla de San Andrés que corta el Pacífico de norte a sur. Los grupos latinos se apoderan de las plazas y las ma
El taxista no pasa de los treinta, está casado, es educado, y hasta hace unos años se dejaba los callos en el mercado de Maravillas, entre cajas de pescado, y hielo picado. Ahora hace carreras y le preocupa que esto sea lo que no es. ‘¿Cree usted que esto es racismo?’ No, le digo. Y no lo creo. Pienso más bien que la clase dirigente se ha llenado la boca con la integración y aquí no se integra ni el tato que lo que nosotros les ofrecemos a estos chavales que vienen del Ecuador y del Caribe no hay quien se lo trague. A veces ni siquiera nosotros. Por eso bajan todos al incendio, sin saber qué será, cada uno con su motivo. ‘El sábado venía el metro cargado. Venían de otros barrios. A currarse. ¿Contra quién? Ni ellos lo sabían’.
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