CUESTION DE VISCERAS

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Uno, que en su pluriempleo militante y enriquecedor, se dedica  al noble arte de hacer funcionar el firmamento neuronal de los estudiantes de la Complutense, aprende rápido que, a pesar de todas las buenas prácticas que queramos desarrollar, los alumnos tienen que pasar el cedazo que suponen los exámenes con el objeto de que sus conocientos puedan ser evaluados y, lo tanto, validados y refrendados.

Tanto si has hecho un buen curso y adquirido suficientes conocientos como si no, el resultado suele quedar reflejado tras una evaluación en la que alumno y profesor intercambian saberes y conocientos. Si pasas, sigues; de lo contrario, te quedas. Práctica tan vieja como el hombre y que no se ha movido un milímetro a pesar de los múltiples sistemas educativos que se han probado.

Hasta aquí el mero relatorio del más prístino ejercicio de valoración de conocientos y que uno creía que se proyecta a todos los ordenes de la vida. Pero no es así.

Observando el  comtamiento de los españoles como elementos políticos; como miembros ejercientes de un sistema democrático que deben, cada cierto periodo de tiempo, practicar el derecho de elegir a sus representantes, mediante el voto, puede uno  llegar a conclusiones diametralmente opuestas a lo reflejado al comienzo de este artículo.

Buscando un cierto paralelismo real entre elecciones generales y exámenes finales, la  cuestión es determinar si en ambos casos se sigue una metodología silar y si el votante se siente obligado a realizar un ejercicio de reflexión y de análisis sobre el grado de cumpliento del programa planteado a comienzo  de la legislatura o, el contrario, a lanzar a los cuatro vientos un "viva Cartagena" y el socorrido "aquí vale todo".

En este proceso de buscar paralelismos entre dos actos en los que se exige el máxo de racionalidad, conociento y espíritu crítico, uno descubre no sin preocupación una falta de armonía clamorosa en el comtamiento entre el votante y el estudiante lo que, en definitiva, marca la diferencia de calidad entre  Universidades y  Democracias.

Aprobar un examen en la universidad puede ser fácil o muy complicado, según sea la materia, la universidad y el grado de exigencia del profesor y su concepto de libertad de cátedra. Depositar el voto en una urna puede ser un ejercicio  tan sple como el diseño de una cuadrado o tan complejo como conjugar el verbo votar.

El comtamiento del votante en este país, a la vista de los resultados de los últos comicios, no esta exento de un cierto componente gregario, pidiendo perdón de antemano a quien corresponda el mero hecho de que las generalizaciones abruptas no resultan muy académicas.

Del análisis histórico de las contiendas electorales en la Democracia española se puede comprobar cuán poco elástica es la horquilla electoral y hasta que punto resulta harto difícil mover el mapa de resultados que salen de las urnas. Haga lo que hagan los gobiernos, digan lo que digan los partidos, el votante español se encamina a las urnas con una decisión apriorística que no me atreveré a calificar.

Salvo grandes oscilaciones propiciadas situaciones extremas, es fácil llegar a la conclusión de que el voto en España no es el resultado de valoración crítica alguna, como pueda ocurrir en otros países de más tradición democrática, sino que existe un mecanismo disciplinario no escrito, puramente genético, que hace que grandes masas voten a una u otra fuerza política en un proceso casi ciego que no obedece a prototipos de racionalidad de tipo alguno.

Los españoles somos gente emocional, exaltada  petuosa, apasionada, ardiente y fogosa, según quienes nos han estudiado. Así lo refleja la literatura tradicional, y así nos conocen el mundo. Resulta ocioso señalar que todas ellas son características poco ligadas al intelecto, a la reflexión y al cálculo.  En definitiva, somos latinos. Y como no podía ser de otra manera, todo ese cúmulo de particularidades se proyecta a todos los órdenes de nuestra vida.

A uno le gustaría creer, sin necesidad de hacer análisis sociológico alguno sobre la población británica, que un ingles, cuando es convocado a las urnas, lo prero que hace es determinar si va o no va a votar. Es esa una decisión praria y  que incluso puede formar parte del acerbo cultural de los individuos. Una vez elegida la opción de ejercer tal derecho, el ciudadano británico inicia o mantiene un proceso de evaluación que le lleva a aproxarse críticamente a la labor realizada el gobierno británico, sea laborista, conservador o de la tercera vía. Y ese análisis pasa todo: los candidatos, la guerra de Irak, la política sanitaria, la educativa, la caza del zorro o la inmigración. Sólo al final de ese proceso, el ciudadano de las Islas decide a quien va a parar su voto.

¿Es España diferente? Durante décadas se nos ha tratado de convencer desde allende nuestras fronteras que efectivamente éramos distintos: bajitos, con bigote y nos habíamos matado en una guerra civil sin parangón para muchos historiadores. Hoy, la talla de los españoles se ha equiparado a la de los europeos, la televisión basura y la play station  3 nos han estandarizado a todos el mismo rasero y, sin embargo, resulta desolador leer que más del 40 ciento de los encuestados señalan que nunca votarían a un partido político determinado o que un partido político tiene más seguro el voto de sus spatizantes que el de enfrente.  En ambos casos, se excluye valoración alguna sobre la razón de ser de los partidos: la acción de gobernar.

¡Viva la inteligencia!,  gritaba Unamuno. Hoy, en España, el ejercicio del voto se ha convertido en un  acto regido la testiculina y/o la genética y poco o casi nada el cerebro, en el caso de que en el cerebro se cueza el pensamiento y la inteligencia. Estamos hablando de una lucha de vísceras en la que, al parecer,  no tienen demasiada cabida la razón y vuelvo a disculparme la generalización. Tendrá que ser así, pero yo seguiré evaluando a mis alumnos de acuerdo con sus conocientos y capacidad de análisis. Lo otro no me parecería de recibo.

Carlos Díaz Güell es vicepresidente ejecutivo de Serfusión

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