UNA ISLA PERDIDA EN EL MAR. IRONÍA DE LA CONCIENCIA

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El lugar en que viví los últos siete años de mi vida se asemeja en todo a la casa que obligatoriamente tuve que abandonar. Ambos están en un cuarto piso, el últo del edificio, con vecinos indeseables a ambos lados, que coincidencias del destino son gritones y escandalosos. La ubicación hacia el norte de la puerta de hierro de la entrada, una la de allá, como medio de protección para que no entren ladrones y atracadores, la de acá, para pedirme salir de entre las cuatro paredes en que me tienen injustamente encerrado, la misma disposición del estrecho camastro en que paso las largas noches de insomnios y desvelos, la forma en que los rayos solares, provenientes del este me despiertan en las mañanas, dándome los buenos días sobre mi cara, el resplandor del mediodía que refleja sobre los tejados vecinos y penetra recalentando el lugar hasta que la brisa, tenue y solapada, sopla sobre la maleza circundante con la llegada del crepúsculo para airear el ambiente, mientras el hollín de la chenea de la cercana panadería enferma mis pulmones, y la verde cascada de agua putrefacta corre las paredes y esa vieja puerta que chirría como un concierto gigante de grillos para avisar con un estrepitoso sbombazo que llegó al tope, y los cuicui, esos asquerosos vecinos que pululan el patio suben las cañerías, como malabaristas, para despertarnos con su resoplar, mientras se comen las pocas provisiones de reserva. Todo se parece. También las horas y los minutos que pasan son silares. Acá, en momentos, pasan lentos, agónicos, y en ocasiones, el tiempo se acelera vertiginoso como si estuviera a escape de este lugar. Miro a mi alrededor en esos momentos y me digo, Todo parece tan real…

 

Aquí, en la cárcel, he suprido los espacios de reflexión a dos semana de cinco minutos cada uno para dedicarme a observar con deteniento la fauna que me rodea. Hay de todo, y en grandes cantidades, como en botica, como decía mi difunta abuelita. Jamás pensé que en un edificio de cabillas y concreto a propósito, en tan mal estado técnico, que en cualquier momento se viene abajo con toda su carga humana dentro existiera una jungla tan variada de hombres y bestias. De pronto un alarido resuena en el medio ambiente. Un nombre repercute de boca en boca. Es el saludo de uno que se llevan del lugar. Me incoro de la incómoda posición que mantenía acuclillado en el excusado y me miro en el pequeño espejo que cuelga de la taquilla metálica. Veo reflejado en él a alguien que se me parece. ¡Claro que sí, se me parece mucho a alguien, lo reconozco!, ¡pero no vaya usted a pretender que soy yo! Aquí todo es irreal.

 

Nadie que no haya pasado este lugar podrá saber jamás la verdad. Me miro nuevamente al espejo y me sonrío, tranquilo conmigo mismo. No tengo de que arrepentirme. Cuando me hayan devuelto a mi casa, a mi familia, a la vida, entonces encontraré mi verdadero yo. Mientras tanto, soy otro yo con mis ideas, mis críterios y mi permante lucha alcanzar la libertad y la democracia para Cuba y todos los cubanos.

 

Una isla perdida en el mar

JULIO CÉSAR GÁLVEZ

Periodista

Exprisionero de conciencia cubano del Grupo de los 75

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