OPINIÓN: Affari di famiglia

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“Una asociación de malhechores con fines de enriquecimiento ilícito y que actúa como una intermediación parasitaria entre la producción y el consumo, entre el trabajo y la propiedad, entre el ciudadano y el Estado. Y sirve, sobre todo, como una entidad gestora”. (Definición de la mafia de Leonardo Sciascia)

Aun desconociendo los sentimientos que guarda en su corazón la infanta Cristina, quien fuera adorno churrigueresco de una institución extemporánea hoy es una mujer huérfana de consolación pública, que debe andar a sobresaltos sobre el mármol cuarteado de su propio mundo y preguntándose en voz alta, con voz empañada, sobre la divina desventura de las cosas. Eso puede imaginarse uno tras el obsceno ajuste de cuentas ejecutado por su hermano como castigo a los indicios que la sospechan cooperadora necesaria de delitos fiscales.

Pero no se conmuevan mucho porque ha sido un fusilamiento con bala de fogueo en un escenario de cartón piedra. El revocamiento del título de la infanta es una truffa. Es un utensilio de maquillaje en manos de quien no es ejemplo de nada. Felipe fue patrón de la embarcación CAM en verano del 2010, cuando ya era público que la Caja de Ahorros del Mediterráneo había expoliado a sus impositores, no mostrando demasiados escrúpulos en que parte de ese dinero fuera destinado a su exclusivo recreo.

Para tratar de entender las reglas del juego, debemos analizar el modo peculiar en que afecta a la naturaleza de una persona, la consecuencia de ser hija de una entelequia de rey emérito, y hermana de un arreglo ornamental y primer funcionario de la nación. Algo que no es cualquier extravagancia y debe llevar a la confusión de imaginar que se goza de un pellizco de divinidad, del fruto de una distinción de ser elevado. Pero claro, luego hay que estar sujeta a la bajeza de tener que vivir a tiempo completo en un disfraz, para acicalar de significado y utilidad aparentes a un anacronismo inútil como es una monarquía decorativa, para dar justificación al descarrío que supone que una sociedad haya cedido el monopolio de la jefatura del Estado a una familia.

Entendiendo las cosas como es debido, como los estudiosos del tratado del alma humana las comprenden, Cristina, que es añada del 65 y que en plena florescencia mereció ser invitada a dar una vuelta en un barco de vapor, es el fruto de una vida regalada y una educación excéntrica sin la más mínima exigencia de superación, alguien que creció sin necesidades materiales, por tanto sin conciencia del esfuerzo y en el desconocimiento de la honradez del logro. Una carencia que, a puro huevo, provoca graves dificultades para entender el mundo de forma cabal, lo que es causa de un crecimiento inmaduro, de ahí, quizá, esa petulancia y altanería que no sabe sojuzgar y que son agentes del caos educacional al que fue sometida.

Con todo, no tiene que ser fácil vivir en el espejismo de la soberbia cuando se desciende de alguien inmune a la acción de la justicia. Se puede caer en la tentación de creerse más allá del bien y del mal, pensar que tu origen te sitúa sobre los demás, por encima de todos esos lameculos de rastrera adulación que desde su repugnante servilismo, son acomplejados de inferioridad que manifiestan su vasallaje sin rubor, dedicándote reverencias y tratándote de alteza en claro reconocimiento de su plebeya condición. Como aquella chusma de cientos de miles de tontos joviales que, el día de la boda de la duquesa de nosénoconozconorecuerdonomeconsta, tomaron la calle notablemente excitados –lo que en una sociedad culta hubiera originado un apasionante debate televisivo entre el concepto de masa de Freud, el de muchedumbre de Guy Debord y el de multitud de Negri- para celebrar las fiestas del amor de su infanta con un espléndido ejemplar viril que desgraciadamente luego resultó no saber estar a la altura de las circunstancias.

Con todo lo anterior ya sería bastante para que el lumbreras separatista Miquel Roca, que por encargo y pago de la Casa Real defiende o ataca, no sabría precisar, a la parte de una institución que pretende representar la unidad de España, alegara una inmadurez de texto como principal rasgo de la singularidad de su cliente, lo que en justicia sería suficiente para conseguir la inimputabilidad.
Pero hay más, a todo lo anterior debemos sumar el hecho de haberse criado alejada de cualquier preocupación moral, hospedada en la versión lujosa de un mercado persa donde se prometía enjugar el sol con tal de trincar la mordida. En la oficina de la unidad de negocio que durante décadas formaron el rey Juan Carlos y Manuel Prado y Colón de Carvajal; su valido y administrador personal, especie de duunviro del Golfo Pérsico, y tan condecorado caballero como villano repetidamente condenado por reincidencia de apropiación indebida, con quien repartió su codicia saciada en forma de comisiones recibidas por todo el crudo que se consumió en su reino durante cuatro décadas. Conste que no subrayo esta realidad con ánimo de proyectar una sombra lateral sobre la figura del rey emérito, que de eso ya se ha encargado reiterada y sobradamente él mismo, es por dar pistas al letrado de la defensa, pues debería conseguir una sentencia no condenatoria apelando a la identificación, uno de los ejes fundamentales de la doctrina freudiana, que señala la importancia de la identificación en los modos de transmisión de modelos familiares, ya sea en ideología, carácter o patologías sistemáticas.

Qué se le puede exigir a la hija (en el sentido etimológico del término: “la que es amada”) de un hombre que ha hecho desfilar por los pasillos de su casa en un ir y venir consuetudinario, al príncipe Zourab Tchokotua, Mario Conde, el rey Simeón de Bulgaria, Alberto Cortina, Alberto Alcocer, Javier de La Rosa y Felipe González. ¡Ah, la divina fatalidad de las cosas! Esa no es vida de hogar decente para una señorita que como consecuencia ha debido sufrir ese no poder evitarlo, una predisposición insuperable al delito fiscal. Hubiera sido más adecuado pasar las tardes burlando al póker en compañía de Capone, Torrio, Luciano y Gambino, al menos, en cuanto a estos uomi d´onore se refiere, guiaban su comportamiento por una serie de normas que utilizaban para juzgar sus acciones individuales.
Según testimonió Diego Torres, todo fue bendecido desde la cúpula, que asesoró y supervisó absolutamente todo. Todos lo sabían y todos participaron, y todos convinieron, y todos abrigaron brillantes esperanzas, hasta tía Corina estuvo en la pomada, pero con especial ánimo participó el padre de la hija (ahora reconduciendo el término a su significado: “la que mama”) un ser que es el puro despilfarro de lo ajeno, que llegó al extremo de cargar a las arcas del Estado el gasto del zurcido de sus amores rotos con una cortesana de grandes manos y voz de hombre que amenazaba hacer públicas unas conversaciones sobre el 23F. Un coste que fue idéntica cantidad al total del volumen de negocio de la sociedad Nóos.

Esto y muchísimo más se recoge en la brillante acusación de Jesús Cacho (jamás rebatida o denunciada) “El negocio de la libertad” (Editorial Foca 1999) que señala el origen de todo el descarrío de la corrupción en el vértice superior de la pirámide, en la Corona juancarlista y por ende en la casta parasitaria que conforman sus plebeyos y oportunistas lameculos, también perpetradores de la atrocidad por haber corrompido todo con su colaboración necesaria y su omertá.
Estamos construyendo una sociedad cimentada en la demencia de una vocación dogmatizada en la corrupción como principio de prosperidad individual, reduciendo la razón, el orden y la virtud a un asunto de “pringaos”. La corrupción es una forma de ejercer el poder, porque se distribuye desde el mismo haciendo que se gobierne a favor de intereses particulares y en contra del bien…

Antonio de la Española
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