OPINIÓN De vacaciones, vándalos y sucias

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Quizá una vida se resuma en un puñado de actos, algunos de los cuales son consecuencia de los fondos irracionales que, de una u otra forma, influyen en nuestro comportamiento.

De mi comportamiento límite guardo el recuerdo de unas vacaciones que pasé aparcado en la casa veraniega de mi abuelo, donde, al igual que se castiga a un reo con la cárcel, la inclemencia de mi viejo creyó condenarme al tedio de matar el tiempo. Aquella fue una temporada gamín de camaradas inseparables con los que no cabía amariconarse en nada: pedreas a vida o muerte, cigarrillos nacionales y americanos, una piscina pública y un río con cangrejos, el pinar, los zarzales y las moras, los trigales y un hermoso amor de bragas blancas y piernas cruzadas que aún hoy no puedo dejar de ver. Un recreo de pasatiempos primarios para huérfanos de disciplina, cazadores con tirachinas por oficio, que éramos exploradores de vivencias apoyando nuestros actos en lo irresistible de las tentaciones. De aquellos días de vandalismo me quedó grabado todo, y, en ese absoluto, lo nunca antes visto y el regocijo generalizado que provocó aquella barbaridad extranjera plasmada en papel cuché: la pornografía de unos macarras grotescos de calcetín blanco que dejaban la lava de su erupción en la boca entreabierta de una puerca voluptuosa, que, retorciéndonos de risa, fue aclamada hasta el rugido por la generosidad del volumen de sus pechos. A partir de aquel momento situamos la pornografía en su justo valor; nos olvidamos de ella y atendiendo al grito de “picha española nunca mea sola”, descargamos nuestras jactanciosas meadas haciendo puntería en una lata de aceitunas al tiempo que recitamos a gritos los versos de Clímaco Soto Borda que constituían nuestra única oración:

“Si pública es la mujer / que se reputa de puta, / la República ha de ser / la más grande prostituta.
Y, siguiendo el parecer / de esta lógica absoluta, / todo aquel que se repute
de la República hijo, / ha de ser, a punto fijo, / un hijo de la gran puta”.

Si a mi padre le había salido el tiro por la culata, no fue así a mi abuelo, que esa tarde de primeros de septiembre presentó su abdicación voluntaria de este mundo, y, en consecuencia, al día siguiente, con el convencimiento de que la vida es muy injusta, fui arrojado del paraíso silvestre por un ángel gimiente de voz dolorida que me remitió, abordo de un autobús de línea, al tedio de mi madre y mis hermanas para rematar el verano en una playa santanderina; nunca más volví.

Mi conocimiento de la pornografía tardó en crecer un par de décadas, hasta Cicciolina; aquella depravada que se envergó un caballo árabe; proeza de mérito democrático suficiente para salir electa diputada de la República Italiana. Ese material de imágenes de sexo explícito, además de no enardecerme, siempre ha encontrado en mí una enorme resistencia ya que me parece que, aun siendo fantasía, no preserva la dignidad de los actores. La pornografía, que se podrá aceptar o rechazar, siempre es tristeza, decadencia para solitarios, una llamada obscena al instinto básico, un coñazo de temática previsible y por tanto aburrida. Así que, por no herir susceptibilidades, prefiero no señalar el lugar que creo que le corresponde.

Pero ha sido que recién he tenido noticia de que una extraña sujeta llamada Águeda Bañón, ejemplo manifiesto de mujer masculina, ha sido nombrada responsable de comunicación del Ayuntamiento de Barcelona por el dedo, o varios dedos, o incluso el puño… vaya usted a saber, de su hada madrina, en un contradiós de clientelismo notorio. Águeda, cuyo currículo secreto debe ser parte de un modo de resistencia al desahucio del amiguismo, es una sucia de marcado apetito destructor, que, afectada por un evidente proceso de desintegración psíquica y moral, deambula en la búsqueda de una chusca estética revolucionaria bautizada “posporno”, fundamentada en el exhibicionismo enfermizo de crear obra pornográfica uno mismo y así poder disfrutar la obscenidad de la humillación propia. Su obra cumbre, que pretende subsumir a la categoría de arte, es el desvarío de una fotografía suya orinando en plena calle a imagen y semejanza de un animal solípedo. Gustos estéticos al margen, nos hallamos ante una persona carente de moral cívica, que aún no se ha debido enterar de que la conciencia consiste en que no todo da lo mismo, que nos debemos a un gusto moral que estamos obligados a desarrollar, y que no conviene confundir lo pagano con la deshumanización, ni los penes con las vaginas.

Nuestros actos nos van dejando huella, nos van modelando, algunos son retratos que nos definen y debemos responsabilizarnos de todo lo que hacemos por nuestro propio bien y por el de quienes nos soportan. Hace días, que frente al evacuatorio escucho los ecos de aquellas voces recitando los versos de quien fue crítico por excelencia contra la sociedad hipócrita, y me alcanzan la aprehensión y el remordimiento de haber sido, a la edad de doce, un degenerado militante posporno.

Antonio de La Española
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