OPINIÓN: El enemigo de la inteligencia es la mayoría absoluta

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‘El que no sabe lo que quiere ni se molesta en averiguarlo. Imita los quereres de sus vecinos o les lleva la contraria porque sí, todo lo que hace está dictado por la opinión mayoritaria de los que le rodean’.

‘El que quiere con fuerza y ferocidad, en plan bárbaro, pero se ha engañado a sí mismo sobre lo que es la realidad’. (Fernando Savater, Ética para Amador)

Del más brillante Savater he elegido estas dos variantes de imbecilidad que, en el reflejo de su mayor grado de lucidez, dividió en cuatro. Sin pretender enmendar la plana al filósofo, creo que podía haber titulado las formas. Así, con el permiso de quien me lee, a la primera la denominaré imbecilidad espontanea o inconsciente, y a la segunda imbecilidad forzada o de elaboración consciente.

Teniendo en cuenta que la democracia se cimienta en una realidad indiscutible como es la participación de la imbecilidad predominante (que levante la mano el que conoce más inteligentes que idiotas) resulta de cajón que la elección mayoritaria tiende por fuerza a resultar negativa al bien común, pues necesariamente estará cargada de ignorancia, irreflexión, de enconos y prejuicios y de todas y cada una de las “cualidades” que conforman y adornan la imbecilidad.

En democracia, la masa, la multitud, el vulgo o como prefieran titular al rebaño de borregos, tiene un papel predominante, pues, al actuar por sí, hace posible la buena organización de las cosas. En La rebelión de las masas, Ortega y Gasset (no sé a qué espera Carmena para quitarle la calle) dejó claro que: la multitud de los imbéciles ha venido al mundo para ser dirigida, influida, representada y organizada. Pero no ha venido para hacer todo eso por sí misma. Necesita referir su vida a la instancia superior, constituida por las minorías excelentes. ¡Ah! pero que contrasentido encierra este sistema parapléjico que cantando el respeto por las minorías, sume a la persona inteligente, y en consecuencia sensible, en una profunda depresión condenándola a aceptar el criterio y la opinión del vulgo, y, obligando la inadaptación del inteligente en los asuntos vulgares de la vida. Pues el hombre masa en una especie de necesidad imperiosa odia con toda su alma a todo aquel que sobresale, se obliga a aborrecer la inteligencia, detesta todo lo que le resulta distinto y maldice aquello que no comprende. Sobre la muchedumbre, ya advertía Sigmund Freud (cocainómano que se mostró hostil a la imbecilidad de la masa) que es impulsiva e irritable y se deja llevar exclusivamente por lo inconsciente y afirma: “Nada, en ella, es premeditado. Aun cuando desea apasionadamente algo, nunca lo desea mucho tiempo, pues es incapaz de una voluntad perseverante”.

Más que un régimen político, la democracia es una filosofía política de muy grata aceptación por parte de la imbecilidad que ni entiende de política, ni le interesa. Pero se siente alagada por esa filosofía, pues al margen de su facilidad para abrazar cualquier tipo de fe, la democracia le coloca el listón de la exigencia intelectual en el suelo, equiparando al analfabeto con el docto, al tonto a las tres con el inteligente y al desalmado con el humanitario. ¡Miel sobre hojuelas! 

Siendo rigurosos, la democracia pactada de España ha de ser reconocida como hija putativa menor del franquismo por ser descendiente directa. Ya que fue concebida e impuesta por el tardofranquismo en la necesidad de readecuar el país a las exigencias y el fortalecimiento de la idea de la Unión Europa. Para conseguir el convencimiento de un pueblo mayoritariamente franquista, al que se le otorgó la libertad de expresión antes que la de pensamiento, únicamente se hizo necesaria la determinación y el consenso de los políticos de mayor boga, la colaboración definitiva de los medios de comunicación de masas y el adorno de un par de canciones pachangueras con letra de provincianismo mental que persuadieron del beneficio de lo democrático. Todo lo que no sea reconocer que se fabricó una nueva conciencia para imbéciles, creando de paso a los mismos imbéciles un sentimiento de culpa; es un cuento para imbéciles.

Pero aún hay otro motivo sombrío para la desesperanza de la minoría. Las experiencias emocionales afectan al ser humano de manera inevitable, pues nuestra resonancia influye en los demás y la suya nos afecta de igual modo. La vida es un intercambio de energías que se mueven constantemente en nuestro alrededor lo que construye un proceso de acumulación que genera la corriente vibratoria y emocional de nuestra existencia. De tal modo, que si juntamos dos entidades sus energías se unen, al separarlas cada una de ellas deja parte de esa energía en la otra entidad. Es decir; que todo se contagia menos la belleza. Así que debemos andar con mucho cuidado con quienes nos rodean. Pues si Aristóteles estaba en lo cierto y somos sociables por naturaleza, no cabe duda de que el abuso de esa tendencia a ir estrechando lazos con el primer imbécil que nos saluda nos condena a la imbecilidad en cualquiera de sus formas.

Y a todo esto las elecciones a la vuelta de la esquina.

¡Ah! ¡Tú! sí, tú, amigo. ¡Ya puedes bajar la mano!

Antonio de La Española
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