De la Amistad

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“La verdadera amistad es como la fosforescencia, resplandece mejor cuando todo se ha oscurecido”. (Rabindranath Tagore)

Gracias a intereses de terceros, una mañana madrileña como cualquier otra, conocí al comandante de una nave de argonautas que reman en un mar de dificultades repleto de espartos, colcos y harpías. No tardé en descubrir que aquella persona de impecable cortesía era tan brillante como el profesional y que se trataba de alguien de instintos sanos que reivindica su derecho a ser como es, y que pone al individuo en su valor por delante de lo que el ente social desea discriminar u oprimir. Desde el primer instante mi impresión fue la de encontrarme ante alguien desdeñoso de los dogmas y escéptico de las reglas, que, mirando la vida con ironía actúa en concordancia con sus principios y lucha sin tregua contra la voluntaria ignorancia en la que se refugian los del montón.

Aunque uno siempre tiende a fabricarse una imagen ideal de las personas que admira, en este caso no había desacierto, traslucía lo que realmente era: inteligente, amante de la verdad, tolerante, desinteresado, acogedor, incompatible con el aburrimiento… y comerme su jamón, beberme su tequila y conversar una vez a la semana se convirtió en mi mejor premio. Desde aquellas cataratas de anécdotas y opiniones, en adelante lo consideré un amigo verdadero.

Aristóteles en “Ética a Nicómaco” sostiene que la amistad es un vínculo que debe ser mantenido y demostrado, tanto en los aires de buena fortuna como en los tiempos de adversidad. Ese es precisamente el comportamiento que ha tenido conmigo desde que lo conozco. Participándome sus alegrías con la nobleza propia del que te hace bien cuando lo necesitas, y rehuyendo invitarme a sus malos momentos, que, naturalmente, también los sufre. Según afirma Aristóteles, un verdadero amigo comparte los males lo menos posible. Así ha sido siempre su proceder y eso es algo que lo convierte en un jodido virtuoso. Elegimos a nuestros amigos por su similitud de espíritu, sin tener en cuenta sus opiniones ni sus pensamientos que respetamos aun siendo muy diferentes a los nuestros, lo que además produce el efecto de poder pulir y definir con exactitud los pensamientos propios. Por eso, la auténtica amistad es siempre enriquecedora pues aumenta nuestra frontera mental y establece esos lazos sentimentales que nos brindan la oportunidad de configurar nuestra verdadera familia.

Francis Bacon en su texto “De la amistad”, refiriéndose a los beneficios que en nosotros produce, señala que las emociones son fluidos que necesitan ser descargados y que esta descarga sólo puede producirse a través del canal de la amistad. También asevera que cuando vienen mal dadas la ausencia de amigos verdaderos nos sitúa en riesgo de canibalizar nuestro propio corazón por encontrarnos abandonados a la soledad. De ese efecto me salvó, y hoy, desde la distancia del tiempo que me separa de aquel momento, mi felicidad cobra el mayor agradecimiento.

En “El árbol de los amigos” escribe Jorge Luis Borges: “Existen personas en nuestras vidas que nos hacen felices por la simple casualidad de haberse cruzado en nuestro camino.” Este es el caso que me ocupa. No sé si fue azar o el determinismo que según muchos obliga a cualquier acontecimiento, pero aquella mañana que conocí a esta versión de Jasón tuve la inmensa fortuna de contraer la eterna deuda de agradecimiento que la correspondencia con la verdadera amistad exige.

Si los hombres fuéramos a la manera de Pedro Aparicio, no sólo mejoraría la sociedad, sino que incluso seriamos felices causando la felicidad de los demás ¡Gracias, Jefe!

Antonio de La Española

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