En los últimos años, la comunicación gubernamental ha adoptado un discurso cada vez más técnico, pretendiendo instalar la idea de que la gestión pública puede desligarse de la política. Se presentan medidas y decisiones como si fueran meras cuestiones técnicas, fruto de la racionalidad, y no como lo que en realidad son: elecciones políticas que responden a valores, intereses y prioridades. Este intento de neutralizar el debate convierte la comunicación institucional en un terreno resbaladizo, donde lo que se vende como objetividad encubre narrativas estratégicamente diseñadas.
Los gobiernos recurren una estética de datos, gráficos y lenguaje técnico como si fueran demostraciones indiscutibles, ocultando que detrás de cada cifra hay un marco ideológico que define qué se mide, cómo se mide y sobre todo, qué datos deciden comunicarse y cuales no. Así, la aparente transparencia acaba reforzando un relato oficial que se presenta como incuestionable, silenciando muchas veces voces críticas.
El resultado es que la comunicación gubernamental termina por erosionar la esfera pública. Al disfrazar la política de una supuesta neutralidad, se reduce la capacidad ciudadana de deliberar y reflexionar sobre lo común. Lo que debería ser objeto de debate democrático, temas como salud, educación, medio ambiente, o derechos sociales, se convierte en un catálogo de indicadores presentados como verdades técnicas. Se infantiliza al ciudadano y se le coloca en la posición de receptor pasivo de mensajes ya digeridos, con la expectativa de que confíe en la experticia gubernamental sin cuestionarla. En vez de fomentar una comunicación bidireccional, que abra espacios para el contraste de opiniones, se consolida un monólogo en el que la autoridad habla y la ciudadanía escucha.
El problema es que lo que se impone es un ejercicio de comunicación profundamente político. La elección de ocultar el conflicto, de homogeneizar el discurso y de presentar la acción de gobierno como inevitable es, en sí misma, una operación de poder. La comunicación, entendida como disciplina, no puede reducirse a un mero instrumento de transmisión de mensajes gubernamentales. Es un campo que estudia los marcos, narrativas y mediaciones a través de los cuales se construye lo público. Cuando los gobiernos la utilizan como un canal técnico, olvidan que toda comunicación implica interpretación, significados y, sobre todo, poder.
Además, la comunicación gubernamental debería nutrirse de los principios de la comunicación organizacional y de crisis: escuchar, generar confianza, abrir espacios para la pluralidad y dar cuenta de los procesos tanto como de los resultados. Sin embargo, al convertir la disciplina en una herramienta de control narrativo, los gobiernos vacían su potencial democrático y la reducen a propaganda. La consecuencia es doble: se debilita la comunicación como campo profesional —porque se la instrumentaliza en lugar de desarrollarla— y se empobrece el ecosistema informativo al negar la riqueza del conflicto y el disenso como parte del relato público.
La tarea crítica frente a este problema pasa por recuperar el carácter intrínsecamente político de la comunicación gubernamental. No se trata de exigir neutralidad, porque la comunicación institucional nunca lo es, sino de demandar transparencia sobre las motivaciones y marcos que guían las decisiones.
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