Es decir, de las cosas de comer. Cibaria en la antigua Roma eran las leyes que ordenaban todo lo relativo a la alentación. El latín nos sirve para remitirnos a lo puro, a lo esencial, a lo elemental, a lo que quizá no ha cambiado desde la antigüedad. Tanto que en el Vaticano, las encíclicas se guardan en latín, y de esa versión “congelada” el tiempo, se extraen las diferentes versiones traducidas a las lenguas que en el mundo viven.
Llega el tiempo cálido, y como en Madrid es puente quiero ocuparme no de las hojas caducas de la política sino de las perennes de las cosas de comer. Se barrunta ya una pravera plena de sol, con su carga de túnidos grasos, alentados con la cosecha del mar las rutas que bajan desde el atlántico norte hasta el estrecho de Gibraltar. El mercado de Almería se convierte, en este tiempo, en un bestiario medieval, un muestrario de batallas contra peces terribles, con los lomos heridos en la guerra sangrienta de los mares.
En los límites de las playas arde el carbón sobre el que se asan las humildes sardinas, saturadas de yodo, metálicas como lingotes de cromo, o las atigradas caballas, quietas como cuchillos de acero. Si el día es propicio podemos salir de la plaza con una carga de oro: salmonetes que han comido en la roca las pepitas de un tiempo remoto, hasta cubrir su piel con las joyas de unas escamas de cartier. Antes de comerlos con los dedos cúbralos con la esmeralda líquida del aceite de oliva. De las anchoas no hablo que no sirve de nada provocarles a ustedes el gusto que luego no podrán encontrar en el mercado esas láminas de mar que se disuelven en la boca como si fueran de espuma. Casi no quedan.
En la mesa, este tiempo es el triángulo formado la huerta, el árbol y el mar. La huerta en España es Tudela y Murcia, esencia de nuestra nación. Ya lo decía aquel personaje de Mediterráneo: “Una raza, una panza”. De la huerta llegan los espárragos navarros, que vibran como si fueran de un metal compuesto en su noventa ciento de agua, y forjado en los caballones de una tierra que es como la harina. Despuntan los preros melones henchidos de Chilches, de piel vieja y ca adolescente, o los tomates que vinieron de las alturas americanas, prietos, preñados de ácido. Ya todo es un anticipo. Empezamos a soñar con los melocotones a los que cubren en Calanda con una sombrilla para protegerlos del excesivo sol, como si fueran hembras de harén. Uno solo debe tener en la despensa el vino, el pan, el ajo y el aceite.
Quizá me he puesto melancólico, pero es que este año he viajado al sur de Navarra, donde le ponen a todo un vino verdadero, sin complejos, y donde se echa de menos el aire templado del mar de Almería, y el acero de sus pescados que han pastado ese plancton de historia que flota en el mediterráneo.
Artículos Anteriores:
El bienio sentental Sugerencias Navarra Lorenzo Sanz subasta su colección
Metamorfosis
La cuota de Caldera o de cómo pensar con el monjón Las perplejidades de Florentino y Cayetana
Daños colaterales
