Es decir, de las cosas de comer. Cibaria en
Llega el tiempo cálido, y como en Madrid es puente quiero ocuparme no de las hojas caducas de la política sino de las perennes de las cosas de comer. Se barrunta ya una pravera plena de sol, con su carga de túnidos grasos, alentados con la cosecha del mar las rutas que bajan desde el atlántico norte hasta el estrecho de Gibraltar. El mercado de Almería se convierte, en este tiempo, en un bestiario medieval, un muestrario de batallas contra peces terribles, con los lomos heridos en la guerra sangrienta de los mares.
En los límites de las playas arde el carbón sobre el que se asan las humildes sardinas, saturadas de yodo, metálicas como lingotes de cromo, o las atigradas caballas, quietas como cuchillos de acero. Si el día es propicio podemos salir de la plaza con una carga de oro: salmonetes que han comido en la roca las pepitas de un tiempo remoto, hasta cubrir su piel con las joyas de unas escamas de cartier. Antes de comerlos con los dedos cúbralos con la esmeralda líquida del aceite de oliva. De las anchoas no hablo que no sirve de nada provocarles a ustedes el gusto que luego no podrán encontrar en el mercado esas láminas de mar que se disuelven en la boca como si fueran de espuma. Casi no quedan.
En la mesa, este tiempo es el triángulo formado la huerta, el árbol y el mar. La huerta en España es Tudela y Murcia, esencia de nuestra nación. Ya lo decía aquel personaje de Mediterráneo: “Una raza, una panza”. De la huerta llegan los espárragos navarros, que vibran como si fueran de un metal compuesto en su noventa ciento de agua, y forjado en los caballones de una tierra que es como
Quizá me he puesto melancólico, pero es que este año he viajado al sur de Navarra, donde le ponen a todo un vino verdadero, sin complejos, y donde se echa de menos el aire templado del mar de Almería, y el acero de sus pescados que han pastado ese plancton de historia que flota en el mediterráneo.
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