El periodista Javier Ortiz muere a los 61 años

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Javier Ortiz comenzó su carrera periodística a los 18 años de forma clandestina (durante el franquismo en publicaciones no autorizadas). Desarrolló gran parte de su trabajo en el diario El Mundo y desde 2007 escribía una columna para Público.
 

Estuvo exiliado en Francia hasta la muerte de Franco, después de haber sido detenido en varias ocasiones su trabajo. A su regreso del exilio fundó la revista 'Saida', que fue secuestrada varias veces orden ministerial. En El Mundo fue redactor jefe, fundó la redacción de la edición del País Vasco y fue subdirector y jefe de Opinión en la redacción central de Madrid. Hasta que en el año 2000 dejó el diario ‘razones de incompatibilidad ideológica'. Tras su paso el periódico de Pedro J. Ramírez, Javier Ortiz trabajó en Radio Euskadi y ETB, compaginándolo con la dirección de Foca, colección de ensayos políticos de la editorial Akal. Desde 2007 escribía una columna diaria para Público.

La capilla ardiente ha sido instalada en la sala 13 del tanatorio norte de Madrid. Será incinerado mañana, día 29, en el cementerio de la Almudena.

En su blog dejó escrito su propio obituario:

Javier Ortiz, columnista

"Falleció ayer de parada cardiorespiratoria el escritor y periodista Javier Ortiz. Es algo que él mismo, autor de estas líneas, sabía muy bien que sucedería, y que eso pudo pronosticar, que no hay nada más inevitable que morir de parada cardiorespiratoria. Si sigues respirando y el corazón te late, no te dan muerto.

Así que en ésas estamos (bueno, él ya no).

Javier Ortiz fue el sexto hijo de una maestra de Irún, María Estévez Sáez, y de un gestor administrativo madrileño, José María Ortiz Crouselles. Sus abuelos fueron, respectivamente, un señor de Granada con aspecto de policía lo que tal vez se justifique considerando el hecho de que era policía, una señora muy agradable y culta con allure y apellido del Rosellón, un honrado y discreto carabinero orensano con habilidades de pendolista y una viuda de Haro casada en segundas nupcias con el recién mencionado, Javier Estévez Cartelle, del que se derivó el nombre de pila de nuestro recién difunto. Si algún interés tienen todos estos antecedentes, cosa que dista de estar clara, es el de demostrar que, en contra de lo que suele pretenderse, el cruce de razas no mejora el producto. (Obsérvese qué gran variedad de procedencias se puso en juego para acabar fabricando a un vasco calvo y bajito.)

La infancia de Javier Ortiz transcurrió en San Sebastián, ciudad que le venía muy a mano, que nació allí. Se dedicó básicamente a mirar lo que había sus cercanías, en particular el pecho de las señoras ahora que ya está muerto podemos descubrir ese inocente secreto suyo, y a estudiar cosas tan peregrinas como las ciudades costeras del Perú, de las que no logró olvidarse hasta su postrer respiro. Los jesuitas trataron de encauzarlo el buen camino, pero él descubrió muy pronto que era comunista. Eso malogró del todo su carrera religiosa, ya de sí poco prometedora, sobre todo desde que notó con desagrado el interés que algunos sacerdotes ponían en sus partes pudendas.

Su prer trabajo como escribidor, aparecido en una página del periódico del colegio, fue, curiosamente, una necrológica, con lo que cabría decir que su carrera como periodista ha resultado capicúa, singular circunstancia de la que muy pocos podrían presumir, aún en el probable caso de que lo pretendieran.

A los 15 años, hastiado de las injusticias humanas algunas de las cuales seguían teniendo como referencia obsesiva los pechos femeninos, decidió hacerse marxistaleninista. Los años siguientes tuvo que emplearlos en averiguar qué era eso que acababa de hacerse, a lo que contribuyeron decisivamente algunos esforzados miembros de la Policía política franquista.

A partir de lo cual, se dedicó con gran entusiasmo a cultivar el noble género del panfleto. Sin parar. A diario. Año tras año. Fue cambiando de punto de residencia, no siempre voluntad propia ahí merecen especial mención sus estancias carcelarias y su exilio, prero en Burdeos, luego en París, pero jamás varió su inquebrantable afán de agitador político, que él pretendía haber adquirido, absurdo que parezca y sea, de hecho, en la lectura de Los documentos póstumos del Club Pickwick, de don Carlos Dickens, y de las Aventuras, inventos y mixtificaciones de Silvestre Padarox, de don Pío Baroja.

Burdeos, París, Barcelona, Madrid, Bilbao, Aigües, Santander… Recorrió incontables sitios y holló innúmeros parajes sin parar de escribir, erre que erre. Zutik!, Servir al Pueblo, Saida, Liberación y Mar, y Mediterranean Magazine y El Mundo, y una docena de libros, y varias radios, y algunas televisiones… Por escribir, incluso escribió para otros y otras, ejerciendo de negro en momentos de particular penuria. También lo hizo a veces amistad.

Movido la lectura del Selecciones de Reader's Digest y otras publicaciones estadounidenses tan aficionadas a ese género de operaciones, un día decidió calcular cuántos kilómetros cubrirían sus escritos, en el caso de colocarlos todos en una sola larguísa línea de cuerpo 12. El resultado de la estación fue concluyente: ocuparían la tira.

En materia de amores (de la que sería injusto decir que careciera de alguna experiencia), también fue capicúa. Decía que las mejores mujeres, las más cariñosas y las más nobles con las que compartió sus días (sin desdeñar dogmáticamente a ninguna otra), le resultaron la prera y la últa. Aunque la favorita le apareciera medio: su hija Ane.

Y todo para acabar con algo tan vulgar como la muerte. Por parada cardiorespiratoria, como queda dicho. En fin, otro puesto de trabajo disponible. Algo es algo".

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