Fernando de Haro, presentador de La tarde, se ha sincerado con la audiencia de COPE. Durante un pasaje del programa que comanda junto a Pilar Cisneros en la emisora de la Conferencia Episcopal, el presentador ha querido narrar cómo se sintió mientras superaba el coronavirus por si su testimonio podía dar ánimos a alguno de sus oyentes: “A los viejos periodistas nos enseñaron siempre que nosotros nunca éramos la noticia. Y es verdad, esa es una regla sabia. Nuestra sensibilidad, nuestra inteligencia, nuestras energías, nuestra voz deben estar dedicada a contar y explicar lo que le pasa al mundo, lo que le pasa a otros, lo que pasa a la gente. Pero como toda buena regla tiene su excepción: si contar lo que te pasa a ti sirve para dar voz a la gente, si ayuda, quizás sea bueno saltarse esta regla”.
“He pasado el COVID, es lo que dicen los anticuerpos IGG que hay en mi sangre. El 10 de marzo tuve los primeros síntomas: un extraño y fuerte dolor de cabeza y una descomposición de estómago. Dos días después me parecía que todo estaba superado, volví al micrófono y ahí empezaron los efectos secundarios de un virus muy latoso que siguen sufriendo cientos, miles de personas en España. En ningún momento he tenido fiebre ni problemas respiratorios y gracias a Dios puedo contarlo, no he pasado por la UCI ni por los graves padecimientos que han pasado otros. No tengo las graves secuelas pero sí un rosario de síntomas que me tienen desconcertado a mí y a Irene, Paula, Maribel, Talia, las excelentes doctoras que me han ayudado en este tiempo”, asegura.{wbamp-show start}
El malestar del comunicador se fue prolongando en el tiempo, lo que alarmó a sus médicos: “Una semana te despiertas con sensación de taquicardia y fuertes dolores en el pecho. Los cardiólogos piensan que puedes tener un problema importante de corazón, te internan varios días para hacerte pruebas y resulta que no tienes nada de lo que buscan. Luego sale una inflamación de los nervios de las costillas muy dolorosa y te conviertes en un experto en calmantes. Dos semanas después, cuando todo parece superado, te despiertas con las manos dormidas, la sensación de que no te obedecen y otro extraño dolor de cabeza y te das cuenta de que tu capacidad de concentración se ha reducido y que tienes que leer cuatro veces un párrafo para entenderlo. Los neurólogos hacen pruebas para descartar un ictus y lo descartan pero no acaba ahí la cosa”.
“La semana siguiente aparece, a varias horas del día, un cansancio invencible, un gran malestar. Entonces, los internistas te confiesan que no saben nada, que no hay pronóstico. En este momento, hay miles de personas en su casa como yo, que no pueden rehacer su vida de momento, que intentan trabajar pero no lo consiguen. No sirve para nada hacerse propósitos, no hay de momento literatura médica. La enfermedad te incapacita pero no te quita la libertad: puedes estar enfadado, renegar porque te haya tocado a ti (y a veces lo haces), puedes dar las gracias por lo que tienes, por lo que se te ha dado, puedes unirte a los que han sufrido y sufren aunque no les conoces, puedes, arrastrándote a regañadientes, seguir amando, puede seguir llamando, como cuando eras pequeño, ‘papá ven’”, concluye.
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