Poco más de seis años median entre el artículo de Pablo Iglesias poniendo a caer de un burro a Ana Rosa Quintana por sus relaciones con el comisario jubilado José Villarejo y aquella entrevista en que la presentadora y el fundador de Podemos daban muestras de enamoramiento televisivo.
¡Cómo hemos cambiado!, se podría decir de ambos. Ahora Iglesias critica a Quintana por sus relaciones con las “cloacas” y Quintana lo hace con Iglesias por su deriva política. Pero hubo unos tiempos en que uno y otro se sirvieron mutualmente. A Iglesias le interesaba el impacto de Ana Rosa y a Ana Rosa las audiencias que proporcionaba Iglesias en su mejor momento. Ese pacto consentido entre ambos fue el que propició que en septiembre de 2015 Iglesias concediera una de sus primeras entrevistas “personales” a la propia Ana Rosa, que acudió, junto a un equipo de su programa, a grabar un ‘making of’ de la vida de quien se postulaba a promesa política del momento.
Quienes tienen memoria recuerdan aquel idilio televisivo, con Ana Rosa descendiendo a la realidad de un barrio de clase trabajadora del que Iglesias aseguraba entonces que nunca saldría. Todavía quedaba tiempo para acabar en el chalé de Galapagar e Irene Montero no era más que una portavoz que se trabucaba en las ruedas de prensa sin salirse del argumentario del día.
Aquella entrevista arrojó un saldo muy positivo, en cuestión de imagen, para Iglesias. Sólo tuvo que fingir hacer algo de ‘running’ con Ana Rosa y darle la exclusiva de la entrada en su domicilio, con melena suelta recién salida de la ducha incluida. Eso, junto a un cuestionario de lo más suave, mientras desayunaban en la mesa de la cocina tostada con jamón serrano y salmorejo de bote. Nada que ver con las exquisiteces de los restaurantes pijos que tanto le gustan a su amigo Jaume Roures -de uno- y Villarejo -de otra-.
Ahora ya no queda nada de eso. La gente cambia, se dice. Los tiburones, también.
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