CUANDO UN RETRATO SE QUEMA

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¿Deben considerarse la quema de la fotografía de Juan Carlos de Borbón algo más que un acto de grupos antisistema, tal y como les definió el presidente durante su conocida entrevista televisiva? La historia nos enseña que, en la antigüedad, las representaciones antropomorficas eran, bien vetadas, o bien tratadas con reverencial cautela, ya que era creído que absorbían el alma del representado. Oscar Wilde, nos legó un hermoso relato en el que el alma de Dorian Gray era atrapada un retrato, que guardaba bajo siete llaves en su desván.

Y si han elegido el alma de Juan Carlos de Borbón para asar patatas, no ha sido casualidad. La Corona española ha sido un aglutinador histórico de los pueblos asentados en nuestra vieja península. La ancestral España nació de la integración de dos coronas. Castilla y Aragón fueron la masa crítica que atrajo las lealtades del resto de los terruños ibéricos. Aún hoy en día, resuenan en Portugal voces que reclaman el regreso a casa (es un decir). Aún hoy en día, los Reyes de España son recibidos en Hispanoamérica como si fueran los propios. El termino Rey de las Españas, que adornó las armas de los Austrias y de los monarcas navarros, se corresponde con el devenir histórico. Ese mismo que hoy se arriesga inconscientemente, bajo la excusa de una modernidad con sonrisa bobalicona.

La Corona es el único de los símbolos de la nación que no ha variado a lo largo de toda su historia. España nació como monarquía y de la monarquía. El huevo y la gallina del Estado. Y no se concibe de otro modo. Si utilizamos una miqueta de memoria histórica, lo prero que nos da en la cara es que la I República terminó con Cartagena declarando la guerra a Madrid, y la II en el frente del Ebro. Joder, los experentos con gaseosa.

Decir España es decir Corona. No digo “monarquía” que me suena a “tauromaquia”, que es algo que me produce algo de dolor de tripa. Me temo que la III República, preconizada conscientemente desde las cocinas de algún que otro partido mayoritario que gobierna, liquidaría finalmente una aventura colectiva que comenzó en 1464. Y desde la misma memoria histórica, me atrevo a pronosticar, cual éforo espartano, que de declararse la III República en nuestra piel de toro, España no tardaría diez años en disgregarse, con manchas de sangre en el fondo de los barrancos, y retrocediendo décadas en desarrollo humano.

Pero también es cierto que la Corona necesita una Casa Real que coadyuve a su perviviencia. Sin caer en tópicos propios de telebasura, quizá sea cierto que de un tiempo a esta parte sobrevuela cierta frivolidad sobre la agen proyectada sobre algunos miembros de esta dinastía. Quizá sea cierto que no se ha trasladado acertadamente a la opinión pública el hecho de que don Felipe de Borbón resida en un palacio particular, mientras el resto de los jóvenes de su edad se las ven y se las desean para comprar unos cuantos metros cuadrados en los que formar una familia.

Para no desvariar, y no alejarme del tema principal, les reto a que se aginen los actos de incineración de efigies reales en Gales, en Glasgow, o en Londres. Les reto a que dibujen mentalmente ese auto de fe republicana, sin que, a continuación, irrumpan en sus pensamientos tres escuadrones de policía a caballo repartiendo generosamente madera y goma sobre los republicanos cráneos. ¿No pueden, verdad? Otros pueblos también intuyen la tancia que tienen los símbolos en su propia existencia.

En nuestro país, la policía asiste perturbable a estas demostraciones de mal gusto. Y los que las presenciamos televisión las sotamos con una serenidad que asombraría al maestro BodhivataDangZen. Alguien ya ha preguntado en alto que qué coño nos pasa. Yo me pregunto lo mismo cuando en Madrid se ensalza al terrorismo, bajo las Torres de Colón, a las diez y media de la mañana, y los viandantes, el que firma incluido, agachamos la cabeza y nos alejamos mas corridos que una mona.

En fin, habíamos convenido que el alma de las cosas pregna los símbolos, y que si no queremos vender nuestro alma, convendría no pactar con el diablo, que ya se sabe lo que pasa. Y que para jugar a ser el Doctor Fausto, es necesario haber pronunciado antes “puedo prometer ser sincero, pero no parcial”.

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