EL PUTO VERANO (6)

‘SI VIS PACEM, PARA BELLUM’

Publicidad
Cargando…
Publicidad no disponible

Era finales del caluroso agosto del 79, cuando de ese edificio de estilo ecléctico que es el Cuartel General de la Armada, cuatro licenciados salimos disfrazados de Popeye, calle Montalbán arriba, calle Montalbán abajo -como un rezo, que conduce a la nada-.

Habíamos estado hospedados en el ático de aquella mole, en unos infames barracones que más parecían una cárcel turca que los dormitorios de una dotación esclava, sometida a la condición autoritaria de la estructura coercitiva que por necesidad es, en sí misma, un enemigo de la libertad. Además, encierra el disparate del pensamiento único, amén de su condición de nacionalismo extremo que reconoce en su defensa a ultranza de la patria. Los cuatro parias habíamos cumplido 18 meses al servicio de la imbecilidad de lo inservible y, como reconocimiento, habíamos recibido un “haber en mano” equivalente a 5 salarios mínimos como contraprestación a 547 días de trabajo.

Cuando accedimos al parque del Buen Retiro por la entrada de la Puerta de Alcalá, lo hicimos sin diligencia. A simple vista, podríamos aparentar entre nosotros la esencia de la amistad, sin embargo, los lazos que nos unían solo eran serpentinas raquíticas nacidas del aburrimiento. En esa ocasión no íbamos en busca de engatusar a las Olivias que tuvieran a su alcance las espinacas, que suponían la merienda de unos mocosos que tenían que cuidar. Aquella mañana era el día de nuestra liberación tal y como certificó la cartilla militar que asimismo nos suponía el valor necesario para ir al combate (el valor se le supone). Nos detuvimos en el estanque y apoyados los cuatro audaces en la barandilla, conformamos una estampa de Sorolla. Incluso el humo del petunio que nos estábamos fumando, acentuaba un efecto luminista. Entonces, quizá por efecto de la hierba, decidimos que nuestro paso por la Armada merecía, al menos, una experiencia náutica. Así que en una verbena de fórmulas orales, “compadre”, “tronco”, “cabrón” -las expresiones más socorridas de un chisporroteo de afectos postizos, utilizados como único poder de persuasión- decidimos alquilar cuatro botes.

Si el Conde Dude de Olivares ordenó la realización del estanque que sustituyó al antiguo, que Felipe II había mandado construir con motivo de la entrada en Madrid de su cuarta esposa, la reina Ana de Austria, y donde fue representada una batalla naval en su honor, no íbamos a ser nosotros menos y privarnos de nuestra propia naumaquia, convirtiendo nuestros botes en embarcaciones de combate.

Quizá por efecto de las cervezas que habíamos ingerido en el quiosco próximo a la fuente egipcia, no habían pasado 5 minutos de navegación cuando Diego -un sevillano que llevaba dentro de él lo canalla, y al que solo la golfería alimentaba sin tregua sus pensamientos- de un golpe de remo nos hizo estallar de risa cuando empapó de agua del estanque, del lepanto hasta los zapatos a un sorprendido Iñaki, mozo de Portugalete que estaba viviendo su bautismo de navegación. En ese momento comenzó una guerra de todos contra todos. Mientras yo hacía ciaboga, procurando empapar por popa y proa, púsose en pie el vasco, que pretendía hacer trasbordo al bote de Diego, cuando Alfonso, un madrileño de Canillas con menos luces que la embarcación, enfiló al abordaje mandando al vasco con las carpas a la profundidad de un metro, dejando patente que el paisano estaba más cerca de morir ahogado que de andar los diez pasos que le separaban de la orilla. Fue entonces que empezaron las llamadas al orden por megafonía. Para cuando llegamos al embarcadero ya nos esperaba la policía municipal y una pareja de infantes de marina pertenecientes a la policía militar. Como ya habíamos pasado a la reserva, todo quedó en agua de borrajas. Nunca más nos volvimos a ver.

El ejército es una estructura reaccionaria que los analfabetos tratan de justificar con la máxima idiota de Flavio Vegecio Renato: “Si vis pacem, para bellum”, para los de ciencias: ‘Si quieres paz, prepárate para la guerra’. Como si los ejércitos estuvieran diseñados para la protección civil o para la construcción de la paz, como si hubieran nacido para otra cosa que no fuera garantizar su propia necesidad de existir en un mundo, plano o redondo, donde los seres humanos, con sus limitaciones, quieren vivir en pan, luego en paz.

Publicidad
Cargando…
Publicidad no disponible
Publicidad
Cargando…
Publicidad no disponible
Salir de la versión móvil