Mortadelo y Filemón

Publicidad
Cargando…
Publicidad no disponible

El anuncio llega envuelto en épica barata, humo de verbena y una grandilocuencia que haría sonrojar a cualquier vendedor de crecepelo: Kiko Matamoros y Kiko Hernández, Mortadelo y Filemón. Proclaman el nacimiento de un late night en YouTube que “va a romper todas las reglas”, “cruzar líneas” y “hacer saltar todo por los aires”. Enero, dicen, inaugura una nueva era. Y el remate, como guinda de un pastel industrial: #gilipollastu. El hashtag es lo único honesto del comunicado.

Conviene detenerse en el lenguaje. Cuando alguien necesita subrayar tantas veces que no pide permiso, que no tiene filtros y que no conoce límites, suele estar avisando de lo contrario: que no hay contenido, solo ruido; que no hay riesgo, solo repetición. El marketing de la osadía suele ser la coartada del reciclaje. En este caso, el reciclaje de una telebasura tan veterana que ya no fermenta: directamente huele.

“Lo que nadie se ha atrevido a hacer hasta ahora”, aseguran. La frase pide examen. ¿Superará ese listón lo ya conocido? ¿Rebasará la imaginación aquello de inventarse un cáncer de páncreas a los treinta o presumir de aventuras sexuales ajenas con celebridades globales? ¿Romper barreras será llamar “huelga de hambre” a un ayuno intermitente de 48 horas convenientemente instagramizado? ¿Hacer saltar por los aires el entretenimiento nocturno significará volver a llorar en prime time por unos cuernos televisados, como si la cornamenta fuera patrimonio cultural inmaterial?

La promesa de audacia se queda en el gesto. Porque lo único verdaderamente innovador aquí es el traslado logístico: mover la chatarra de un contenedor a otro. De la televisión generalista a la plataforma digital. Cambiar el decorado, mantener el guion. Donde antes había plató, ahora habrá stream; donde antes había pausa publicitaria, ahora habrá sponsor; donde antes se gritaba, ahora se gritará igual, pero con micrófonos de podcast y una taza irónica. La misma bronca, la misma anécdota inflada, el mismo exhibicionismo de alcantarilla, solo que con chat en directo.

El dúo promete incendiar la noche. Pero el incendio es de bengala: luz intensa, duración mínima y ceniza inmediata. Mortadelo y Filemón llevan décadas perfeccionando un arte muy concreto: convertir la nada en tema, el rumor en noticia y la desvergüenza en valor diferencial. No es transgresión; es costumbre. No es valentía; es callo. La supuesta “nueva era” suena a rebranding de manual para un producto agotado, con la esperanza de que el algoritmo haga lo que el ingenio no quiere —o no sabe— hacer.

Además, hay algo enternecedor en la insistencia por parecer peligrosos. La auténtica irreverencia no se anuncia: sucede. No necesita proclamas ni hashtags autocelebratorios. Cuando se vende como desafío lo que en realidad es el enésimo spin-off del cotilleo más rancio, el resultado es una parodia involuntaria. Dos patosos con traje de dinamiteros, sosteniendo petardos mojados.

YouTube, por su parte, es el escenario perfecto para este teatro. La plataforma es un bazar: conviven tutoriales útiles con delirios narcisistas, análisis rigurosos con charlatanería premium. En ese ecosistema, la pareja artística no viene a romper reglas; viene a aprovecharlas. A jugar con la atención, a monetizar el ruido, a confundir viralidad con valor. El éxito, si llega, no será mérito creativo sino estadístico: clicks que no distinguen entre la risa y el bostezo.

Así que no, no asistimos a una revolución. Asistimos a un porting. A la importación de la telebasura más rancia, asquerosa y repugnante a un nuevo soporte, con el mismo olor de siempre. Enero no inaugura una era; inaugura una carpeta más en el archivo del ruido. Y quizá por eso el hashtag final funciona como epitafio anticipado. #gilipollastu no es una provocación: es una descripción.

En resumen, celebremos lo verdaderamente importante. No el nacimiento de un late night sin ideas que promete dinamitar lo que ya está demolido, ni la épica de dos veteranos de la mierda vendiendo ruido como si fuera pólvora creativa. Celebremos que el año no es bisiesto. Que febrero no nos regala un día extra para aguantar este coñazo. Que el calendario, al menos él, ha tenido la decencia de no alargar la broma. Porque si algo nos enseña este anuncio es que hay espectáculos que no necesitan más minutos, ni más plataformas, ni más “nuevas eras”: necesitan silencio. Así que brindemos por esos 365 días exactos, ni uno más, en los que podremos seguir distinguiendo —todavía— entre el entretenimiento y la tomadura de pelo de un par de patosos que no han conseguido levantarnos una sonrisa en 20 años de televisión.

Publicidad
Cargando…
Publicidad no disponible
Publicidad
Cargando…
Publicidad no disponible
Salir de la versión móvil