EL ACTIVISTA CRÓNICO

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Javier Sardá empezó su carrera profesional trabajando para RNE. Con posterioridad, pasó a Cadena SER a colaborar en “Hoy por Hoy” a las órdenes de Iñaki Gabilondo, y acabó presentando “La Ventana”. De ahí saltó a la televisión y pasó de la ternura de “Juego de Niños” a la brusquedad de la catástrofe de la dialéctica garrula que suponían los debates en “Moros y Cristianos”. Su mejor obra la encontró en “Crónicas Marcianas”, el late night donde obtuvo un triunfo incuestionable, llegando a registrar todos los récords de audiencia habidos y por haber, y creando un estilo transgresor cargado de humor y mala leche que le aupó como el comunicador más destacado de la televisión española.

Después de aquello, cosechó un fracaso detrás de otro. Especialmente doloroso para su ego desmedido debió de haber sido aquel naufragio que supuso “La Tribu”, una auténtica catástrofe en la que ya sin el apoyo del fallecido Joan Ramón Mainat, no tuvo mejor idea que agarrarse al pinchado flotador de patito de la ya entonces naufragada Mercedes Milá, y donde pretendió seguir administrando doctrina gay apoyado en Boris Izaguirre, ese repetitivo cadáver de Gucci que resulta cansino hasta la náusea. Viendo aquel resultado, uno no se explica cómo Mediaset, tras su salida de Crónicas, pudo estar pagándole un millón de euros mensuales por hacer aquel “Duty Free” con el único fin de evitar la fuga de su figura a Atresmedia. Viendo los resultados de su trayectoria, mejor hubiera sido habérselos pagado para que se hubiera entregado a los brazos de Carlotti.

Aunque no hay duda de que la buena vida, los aviones particulares, los yates y las suites de los mejores hoteles merman los ahorros, y que, en definitiva, vivir a todo lo que da la máquina resulta insostenible hasta para un colchón a reventar de años de ingresos millonarios, no es menos cierto que esperábamos un futuro profesional muy diferente para aquel sibarita socialista y showman de primer orden como fue, durante años, Javier Sardá.

Hoy, mucho más cerca de ser el Señor Casamajor que aquel comunicador que reventó las audiencias durante la edad de oro de la televisión —y aquí no vamos a ser tan ingenuos de conceder mérito alguno de aquel éxito a aquella cuadrilla de colaboradores de demostrada inutilidad que hoy, reducidos al ridículo, producen un nudo en la garganta hasta en aquellos críticos que fueron feroces detractores de la televisión de aquellos maravillosos años—, Javier Sardá se arrastra por los platós, como la totalidad de los opinólogos impuestos por partidos y medios, en el papel de activista político de chichinabo.

Que aparezca como colaborador en un programa producido por su públicamente denostada Ana Rosa Quintana nos lleva a la conclusión de que, en el submundo de la televisión, donde la dignidad no existe, cualquier cosa es posible. La explicación de que un activista político, que sirve los intereses de un partido y de una ideología determinada, tenga que tragar con ser un muñeco de ventrílocuo cuando fue el director del programa de mayor éxito de la historia de la televisión en España, espacio donde aplicó una marcada diferenciación jerárquica y que observaba una clara estructuración vertical, solo se puede deber a que el gallo esté obligado por agradecimiento, bien sea a la logia o a la dirección de su partido, a amplificar un discurso que pueda ser asumido por la inocencia de una audiencia que, sin duda, pueda seguir viendo el espejismo del Señor Casamajor como referente del entretenimiento.

Al final, Javier Sardá es la prueba de que en la televisión, incluso los imperios se derrumban con la misma facilidad con que se construyen. El genio que llenaba la pantalla y batía récords hoy se reduce a figurita de relleno, obligado a mentir bajo la luz ajena de quien hace tiempo dejó de necesitarlo. Y quizá esa sea la verdadera lección: que no hay grandeza que resista la maquinaria mediática, y que incluso los reyes del late night pueden acabar jugando a ser siervos en horario vespertino, sirviendo la economía de la reina de las mañanas.

Decía Jesús Quintero que con el mismo material que se construyó la Alhambra se puede construir una chabola. Quizá ahí radique la diferencia entre lo que realmente merece la pena y lo que ese vulgo, desde su desconocimiento del medio, reconoce como talento y premia con mérito. Y es que quizá, Crónicas Marcianas no fue más que una chabola de grandes dimensiones.

Ray Bradbury.

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