Después de leer la interminable entrevista que Iñako Díaz Guerra ha realizado en El Mundo al Rey del Pollo Frito, queda claro que esos compartimentos culturales —muy diferenciados entre sí— con los que se ha rellenado el contenedor de la cultura no pueden recibir el consenso de una opinión pública común. Es más: creo que cualquier analfabeto secundario cabe hoy ser señalado como intelectual, sin que podamos encontrar otra explicación a este estado de las cosas que vaya más allá de vivir en una sociedad de asnos.
«La fama soy yo paseando por Gran Vía y lo llevo siendo 50 años», ha soltado por su boca Ramoncín, que, a sus 70 años y con más operaciones que la Duquesa de Alba, quiere evitar que el día que palme se ponga en marcha el circo del postureo —que, según él, es una cosa ridícula—, y señala como ejemplo el circo que se ha montado con Robe Iniesta, que no era alguien al que escuchara todo el mundo y que ahora quieren convertir en santo de la iglesia. «En fin, las putas redes. La fama es otra cosa y se mide en la vida». No sabemos si el artista imagina un entierro como el de Tierno Galván.
Continúa la entrevista reivindicando su condición de macarra: «El macarra es el barrio y, si el escenario es el vientre materno para mí, la patria es el barrio. Tengo mal de barrio. Es llegar a él e, inmediatamente, cambiar el tono y el timbre». Y, no contento con su gilipollez, afirma: «Lo más lejos que me fui de mi barrio (Delicias) fue a tres estaciones de metro. Me fui a vivir a la Puerta del Sol durante muchos años y ahora he vuelto al barrio… que se haya permitido que una librería de 1602 como la que está en el pasadizo de la parroquia de San Ginés se haya convertido en un sitio donde ahora venden azulejos es tremendo. Dije: no puedo estar aquí más. Y cuando pensé adónde irme, la respuesta fue sencilla: al barrio».
Sería ingenuo tomarse al pie de la letra las declaraciones de este auténtico subnormal, pues no se puede extraer otra idea de sus palabras que la de que, cada vez que Ramoncín abre la boca, oculta la verdad. Tras dar a entender que el barrio de Delicias debe de ser el único espacio de la capital que permanece intacto, nos habla de lo terrible que fue vivir bajo la dictadura: «Yo estuve detenido en la Dirección General de Seguridad una noche enterita». Y, sin más aclaraciones, nos deja en la imposibilidad de entenderlo de otra forma que como un producto cuyo origen está en un estado psíquico desequilibrado, que no es otro que el estado psíquico de nuestra sociedad.
No para ahí el poeta del rock y afirma que su primera experiencia «cojonuda» fue poder eliminar «María» del nombre de su hija Ainhoa, y nos cuenta esto subrayándolo como ejemplo de la limitación vital que suponía la dictadura de Franco: «Hasta ese punto nos limitaba la vida el anciano ese. Ese monstruo, porque Franco era un monstruo».
Pero quizá lo más sobresaliente de Ramoncín haya sido su relación con las drogas: «Yo es que era un hippie; lo que nos molaba era Woodstock, leer On the Road, y a lo más que llegamos fue a la dietilamida de ácido lisérgico (LSD). En Madrid te querían colar como ácido lo que era pura química, porque llegaba muy poco del de verdad». Lo mismo piensa Ramoncín que el LSD no es una sustancia química, y no un potente semisintético derivado del ácido lisérgico. «Tomé mi cuartito de tripi y vi el Circo del Sol cincuenta años antes de que existiera. En cuanto llegó la química yo sentí un puro rechazo y no entré», agregó el gilipollas. Y luego remata con la delirante afirmación de que los traficantes de drogas duras las regalaban para crear un ejército de adictos. Creo que no se puede ser más imbécil.
Acaba la entrevista reivindicando su condición de zurdo y señalando a Podemos y sus satélites como la izquierda antipática que ha hecho que mucha gente desertara hacia el otro lado. Él sigue siendo de izquierdas, feminista y animalista. Cree que el wokismo ha hecho daño a la izquierda y se considera el primer defensor de los derechos LGTBI.
Y aquí es donde la figura de Ramoncín deja de ser anecdótica para convertirse en síntoma. No estamos ante un personaje excéntrico ni ante un viejo rockero que se resiste a aceptar el paso del tiempo, sino ante un artefacto cultural perfectamente funcional: un tótem inflado por los medios, reciclado una y otra vez como voz autorizada de lo que ya no existe, ni como música, ni como rebeldía, ni como pensamiento. Ramoncín no molesta al poder; lo decora. No cuestiona el sistema; lo entretiene. Es la caricatura amable de la disidencia, el muñeco de feria que se agita para que el público crea que algo se mueve.
Su discurso no es contradictorio por torpeza, sino por conveniencia. Puede ser barrio y escaparate, marginal y central, perseguido y aplaudido, macarra y tertuliano. Puede denunciar la dictadura mientras banaliza el sufrimiento, proclamarse libertario mientras repite consignas gastadas, reivindicar minorías desde un púlpito construido por la misma maquinaria que dice combatir. Todo cabe en su relato porque el relato no pretende decir nada; solo pretende mantenerse.
Y quizá lo más obsceno no sea lo que dice, sino el espacio que se le concede para decirlo. El verdadero problema no es Ramoncín, sino el ecosistema cultural que necesita figuras así: personajes sin obra, sin riesgo y sin pensamiento, elevados a referentes por pura inercia mediática. Una cultura que confunde la permanencia con el mérito, el ruido con la relevancia y la nostalgia con la verdad.
Ramoncín es, en definitiva, una marica de terciopelo: suave al tacto, decorativa, inofensiva. Una pieza cómoda para una sociedad que ya no espera nada de la cultura salvo que no le incomode demasiado. Y mientras sigamos aplaudiendo estas figuras huecas, seguiremos llamando intelectuales a los analfabetos secundarios y libertad a este triste simulacro de pensamiento.
