Temo los aeropuertos. Siempre que voy a coger un avión me asalta el pánico a quedar ingresado en su tierra de nadie. No he visto “
Por este síndrome he querido estar lejos de Barajas en estas horas de traslado en fin de semana. No han hecho caso de Ignacio de Loyola: “En tiempos revueltos no hacer mudanzas”. He viajado a Murcia en coche. He vuelto también al volante. Ayer fui. Fui a Barajas, de visita, como el turista que contempla el caos como una atracción exótica.
Y estaba allí, allí seguía: confusión, autocares sin destino, destinos sin pasajeros, pasajeros sin tarjeta aferrados a su maleta como a un salvavidas en medio del mar, incapaces de contemplar la belleza de los arcos, como el náufrago que no percibe la inmensa perfección de las aguas.
Con su verbo verdulero la ministra de Fomento le echa la culpa al metro de Aguirre, que es como reñirle al ahogado no llevar bañador de lycra bajo el traje. Su verborrea metálica y desinhibida está a tono con lo que se lleva. El mismo día nuestro Zapatero le ha pegado la bronca a un dibujante danés. Firma la reprenda con el turco Erdogan. La pareja puede responder a partir de ahora al acróno Rodrigán, embrión de una alianza que carga las culpas de los alborotos hiperbólicos de los musulmanes sobre un autor de viñetas que hace cinco meses tuvo la ocurrencia de perfilar al profeta con turbante explosivo. Rodrigán ha descubierto la moral como argumento de comprensión de la furia musulmana. Mientras, los aliados de las civilizaciones preparan su armamento nuclear, para hacer sus dibujos. Y el presidente sin enterarse, ha sacado billete para el perio otomano y le han metido en un autobús que dice Benidorm.
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