He recibido en mi móvil un mensaje anóno. Hacía tiempo. No me llegaba una cosa así desde aquella infausta jornada en la que un grupo de frotaesquinas se plantó en la calle Génova para exigir la verdad, una verdad instrumental, tramposa, macarra, obscena, como la de quien le roba la cartera a un cadáver y ni siquiera tiene la delicadeza de abandonar sobre el cuerpo las fotos de familia. Las ganas les duraron dos días, luego se fueron a casa y nunca más se supo. Aquella tarde, recuerdo, el mensaje decía: “Jornada de reflexión y Urdaci trabajando. Todos a Génova. Pásalo”. El autor no había terminado la ESO. Un análisis somero del texto demostraba que no había llegado al “Manual de lógica formal” de Alfredo Deaño que se estudiaba en prero de filosofía para manejar proposiciones con un poco de rigor intelectual y una mína arquitectura razonada.
Estoy seguro que el autor de este nuevo mensaje no es el mismo. Y si lo fuera, no cuenta con los medios que respaldaron al prero. Esta vez Pepiño no tiene nada que ver. Y a pesar de todo, han conseguido una difusión mega para un aconteciento que hará sonar una hora especial en nuestra España: la del record de alcohol, la rebeldía etílica, la borrachera bruta, como la de Noé cuando exprió el jugo de la uva para olvidarse de que Dios le había engañado. Que no se me subleven los retroprogresistas. La izquierda siempre ha mezclado la pancarta con el calocho. Un grupo de notables intelectuales con aspecto bíblico llegó a escribir un texto muy difundido en el que se explicaban las razones sociológicas y urbanísticas las que las zonas de vinos de algunas ciudades españolas coincidían palmo a palmo con el territorio de la subversión. La química era sencilla: los bares hacían de refugio, antes y después de una carga policial. Uno volvía a casa con el trabajo hecho: la conciencia aliviada y el vientre acalorado, una ligereza etílica y un olor a pólvora que lo justificaba casi todo. Eran tiempos extraños, en los que el socialismo no existía aunque ahora digan lo contrario, y la oposición clandestina la ejercían los comunistas de Carrillo y los maoístas del camarada Lobato.
Como ya no quedan pancartas, como “la ca es triste” y no han leído un solo libro, es la hora de beber para no recordar. Se les anunció la tierra de promisión y lo que tienen es una España en la que el único proyecto nacional tiene forma de adosado, con un buen tubo de escape y las hipotecas a punto de dar un triple salto mortal, en una comunidad de vecinos que se lía a tortas para cortar el césped. Para conseguir el pisito les ofrecen unas zapatillas sorteo si vacilan un rato con la Kellifinder y un plan de educación en el que si te esfuerzas das mal ejemplo. Los grandes valores están en el desguace donde se despiezan los coches viejos. Les han hablado de Franco, de los abuelos, de la república, de la resistencia, mitos con un gran efecto movilizador. Ellos preparan su fiesta con pasión. Lo único que quieren es una finca para patear la memoria de sus viejos, orinar en un rincón y ponerse de ginebra y tabaco hasta el delirio, sin normas absurdas y consejos paternalistas. No habrá pancartas. Ni estará quien las taba. La revolución es triste, y no te cura la halitosis.
Ahora vamos a celebrar la gran borrachera nihilista, el macrobotellón, antes de que vengan los bárbaros de la alianza de civilizaciones. Mi mensaje dice que el 17, que es vies, y en un lugar de Madrid, que es tierra de secano, con sucursales en varios puntos de España. Un botellón de botellones. Su rebeldía consiste en ponerse de alcohol hasta las patas y demostrarle al sistema que los jóvenes se pasan el forro la normativa municipal, las recomendaciones de sanidad, las de educación, y hasta las de defensa, que verá con horror cómo aquella juventud de cuartel y pacharán priva ahora a la intemperie, con el lujo de un cinismo genital. Esta vez igual me sumo.
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