Tengo el mismo optismo que alentan las radios, la televisión y la prensa, cuando anuncian ufanas las últas palabras del verbo terrorista. Es como la llama de un “bic” en medio de una ventisca. Si lo matizo, les puedo decir que ese rapto de alegría es algo menor que el que tuve en la últa tregua permanente, aquella en la que nos dijeron que ninguna generación volvería a empuñar las armas.
Nos hablan de nuevo de un proceso democrático, como ese ciclista que levanta los brazos dos horas después de que haya terminado la carrera. Exigen a Francia y a España que reconozcan los derechos del pueblo vasco que ellos dicen representar en exclusiva, como si no existieran franquicias y no hubiera habido elecciones en los últos 25 años.
Con toda la prudencia y toda la cautela, se les debe recordar que su proyecto político carece de la más mína legitidad. La perdió en el prer asesinato, y después lo han reiterado otras mil veces más.
Si es verdad que quieren concluir con su sangrienta huella en la historia, que den pruebas. La declaración de ayer, y la que vendrá hoy, abren el futuro, pero no cancelan el pasado. Todos sabemos que en algún momento tendremos que taparnos las narices para no sentir el hedor de algunos que saldrán de las celdas a la calle, pero no podemos ni debemos ni queremos pagar ningún precio político, que equivaldría a reconocer que alguno de esos mil, no sé quién, mereció el hierro y la pólvora en la nuca, y un funeral clandestino, y el “algo habrá hecho”
Que nos den una prueba, que se quiten las capuchas, que es el símbolo y el síntoma de que siempre han mentido, de que van de farol, de que ocultan tras el pasamontañas una risa babosa y un orgullo aldeano, y el cuerpo de esa serpiente que asoma al fondo, junto al filo del hacha del aizkolari que ha cortado tantos troncos. Que arrojen la capucha blanca, y la boina que la sujeta.
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