De las farolas de las calles de Jerez cuelgan unos carteles que celebran la llegada del censo local a la cifra mágica de los doscientos mil habitantes. El fin de semana de las carreras es el único paréntesis temal en el que esta celebración suena a ridícula, desfasada, y anacrónica. Jerez se convierte, de la noche a la mañana, en una ciudad con medio millón de almas. Los nuevos, casi todos, traen moto. Y la alcaldesa, perpleja, dice que se siente desbordaba.
El infierno debe de ser algo silar a esta orgía del motor. Entrenadas para la vida salvaje, las máquinas no encuentran otro lugar de vida que las calles de una ciudad borracha del perfume del azahar. Una policía indolente contempla la exhibición de piruetas y estallidos de potencia, mientras los servicios de emergencia retiran la estructura desarmada de un joven estrellado contra una valla de publicidad. Un juez certifica la muerte a gritos, para colar su voz entre el estruendo de los tubos de escape. Hay uno al que el subsidio no le alcanza para la moto, y se ha comprado un motor que cuelga de su hombro, con el que sula arrancadas espeluznantes a las cinco de la madrugada, una hora en la que en Jerez no duermen ni los muertos.
Es difícil aginar una gestión más desastrosa de un aconteciento como un Gran Premio de Motos que congrega a gentes que vienen de toda Europa. No es sólo responsabilidad de
Las carreras bien. Pedrosa estuvo inmenso. Lorenzo ganó, como si hubiera escuchado la reprenda que le pegó su padre “Chicho”, el vies la noche en el programa de Abellán, y ante un Marcelo Carbone que derramó tantos elogios sobre Rodri que cuando al ilicitano le faltaban cuatro vueltas se cayó.
Salos de allí deprisa. Todavía nos quedaba el últo capítulo: interpretar a los agentes que cuando les preguntas una dirección te dicen lo contrario de lo que te deben indicar. Metáfora de España.
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