Sólo nos faltaba Andalucía. ¡Qué consuelo cuando escuchamos hace unos meses a Chaves, oscurecido el fragor de las bombas en Londres, eso de que ellos también son una nación! ¡Qué alivio! Ya estamos todos. Bueno, falta Murcia. Ahora toca repartir carnés de patria, uno para la grande, que cada vez es más pequeña, y otro para la chica que cada vez nos ocupa más en el bolsillo, como si tuviéramos uno de esos renacientos matutinos, relajados de tanto dormir, ávidos de una nueva actividad reproductora, que ya lo dijo Spinoza, no sé si pensando en estas situaciones: “El ser persevera en su ser”.
Aupado, como césar eterno, en una burocracia perezosa y corrupta, nuestro príncipe balbuciente se apresta a rellenar el muñeco nacional con algo más que borra y aserrín. Me interesa saber cuándo nació la nación, en qué momento surgen sus derechos históricos y en qué se basan, visto que algunos los cifran en la lengua, y otros en su rechazo de
Tampoco fue en la carrera de Indias, cuando los capitalistas italianos o alemanes hicieron grandes negocios con el oro, la plata y los empréstitos, mientras la nobleza desmayada del sur se abanicaba el sofoco de su indolencia, con el único deber de otear la llegada de los buques de América. Tampoco vino al mundo la nación andaluza entre los viñedos de Jerez, colonizados de apellidos británicos con el cabello rojo y la piel blanca, como gambas de golfo. Tampoco entre los olivos de Sierra Mágina, hoy poblados de magrebíes que viven a la intemperie, marginados de la teta del subsidio.
Quizá nació con la emigración, con los que dejaron sus casas para levantar sus familias, expatriados de un país que les negaba el pan y
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