Uno de los rasgos más constantes, una de las señas de identidad más consustanciales a la acción política de nuestro gobierno es la irrupción del sentiento como categoría legitadora de leyes, reformas y estatutos. Recuerden que la nueva norma de Cataluña llevará en su pórtico la fuerza nacional de la pasión nacionalista. “Ana, vagula glandula”, decían los clásicos. Lo repetía ayer Maragall: “Los catalanes saben que el estatuto ha sido deshuesado”. No estamos en el tiempo de las estructuras, de los esqueletos, sino en el de los gases sententales, esos que según la ley que los rige, tienden a ocupar todo el espacio posible, como el nacionalismo.
La últa atación a esta pegajosa tendencia ha sido
Entregados a esta búsqueda de la legitidad sentental de nuestra democracia, han vuelto a rescatar la arqueología republicana, los restos, manchados de sangre seca, de aquel régen que para el partido de Largo Caballero y Besteiro, fue la antesala de la dictadura del proletariado, la otunidad de barrer a las derechas y enterrarlas en el mar, que diría el coplillero del Partido Comunista. Ahora prepárense para un cuento sobre la república silar al de Ibarreche, un relato de ángeles y demonios, una ficción delirante con todas sus consecuencias, que sobre el sentiento no se puede construir ninguna racionalidad objetiva común. Basta mirar atrás. En dos años, nuestro gobierno ha sido capaz de provocar incendios donde no había pinos, con la extraña gasolina de las buenas palabras.
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