El negocio del agua se le acabó pronto al jovencíso empresario que a Palomeras llegaron las fuentes públicas y tuvo hasta que vender el burro. Era el momento de reorientar su carrera, decir algo que tenía sólo nueve años. Pese a su temprana edad tenía muy claro lo que quería ser de mayor, ni astronauta, ni bombero ni policía… él quería ser constructor. Tal vez no pensó en las típicas profesiones con las que sueñan todos los niños de su edad que no tuvo la otunidad de jugar a serlo, como los demás. El caso es que se puso manos a la obra en busca de un nuevo trabajo, recorriendo las obras ofreciéndose de ayudante o de chico para todo… y finalmente sonó la flauta se colocó de repartidor en una tienda.
“Dos años que me sirvieron para conocer el otro mundo” explica Francisco Hernando en su libro “el de las grandes casas con ascensores, maderas nobles y mármoles, el de los coches y el asfalto, el de los niños bien vestidos y niñas guapísas, en una palabra: el de los ricos. ¡El barrio de Goya!
Pero tal cual vino se fue, cosas de la vida, o mejor dicho de las necesidades físicas que un día llevando un encargo de pronto a joven Hernando le “dieron unas ganas locas de hacer pis y como no tenía un cénto para pagar un servicio público” no se le ocurrió una idea mejor que hacerlo en el ascensor de la casa donde iba… con tan mala suerte que el tero le pilló “in fraganti y se armó la de Dios”.
“Chico, eres un guarro” le dijo el dueño de la tienda en que trabajaba “y yo en mi casa, una casa seria, no puedo tener y dar trabajo a un guarro…! Así que coge tus cosas y a la calle, ¡puerta!
En esos días descubrió que había dos Españas, la de Palomeras y Vallecas y la de Goya y Cibeles… Y eso le marcó para “los restos”. Porque desde entonces su “objetivo vital fue sólo uno: cambiar de mundo sin renunciar al mío”. Algo difícil de conseguir…
