Como dice Gara, como quiere Pernando. Los plazos los marca la banda. La agenda está en manos de Chapote. Dan coces para recordar que la cuenta atrás termina. “Jotake”. Dales duro. Duro y a la cabeza, que humillan. Como me dijo el otro un taxista a la altura de Serrano con Ayala: “Cuanto más te agachas más se te ve el culo. A ver si me para otro día y seguos hablando”. Seguiremos. El gremio esquiva los baches con maestría, pero reconocen que las heridas de Madrid se van cerrando con cemento y pintura mientras se abre la gran llaga en los ojos que se miran, perplejos.
El que conduce este transte no es Zapatero. Han bajado la bandera, la de las víctas, la de España, desteñida de dignidad. Han colgado en su lugar una capucha. “Yo, cautivo y desarmado”, comienza su soliloquio el hombre que hablaba solo con sí mismo. El taxímetro salta de diez en diez. Al final del plazo, el presidente sacó la cabeza el parlamento, pero no ante el Congreso, sino ante los periodistas. Para buscar la cámara, decían los reteros, se podía haber quedado en casa, invitar al jardín de la Moncloa, y adornarse con los bonsáis de González, metáfora del estado. No. Prefirió la burla a la soberanía nacional: una declaración sin turno de preguntas. No hay cuestiones, ni siquiera pactadas. El jueves circulaba entre Kafka y el bodevil.
Teatro del absurdo. Durán i Lleida y Astarloa se preguntaban qué pintaban allí. Hubiera sido mejor que se hubiera llevado a sus señorías en unos cuantos autobuses hasta la sede de la presidencia del gobierno, con café y bocadillos y unas dosis de insulina para los diabéticos. Y que desfilaran ante la capilla ardiente. ¿El muerto? Elijan. Hasta ahora casi 900. Para cada uno fue una segunda, una tercera, o una cuarta muerte. Por eso ayer su traje era negro, sin arrugas.
En la Carrera de San Jeróno, ZP despliega el catálogo de vendedor. Y lo ofrece todo: el ámbito de decisión vasco, los cambios de la constitución que se esten pertinentes, lo que pidan, lo que quieran. La mitad más uno. O, si seguos el caso catalán, el 34 ciento. Lo que decida el pueblo vasco, reclamaban los etarras. Y dejaban la receta sobre la sangre caliente de los caídos. Vale, dice Rodríguez, y sacude la hemoglobina para leer el texto sin interrupciones.
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