Quizá hoy sí, quizá sea ya el día de repasar unas cuantas cosas que no han funcionado como debieran en la tragedia de Valencia. Prero ha sido el silencio. En nuestra cultura sirve para medir la hondura del dolor, el rastro de ese golpe que te deja sin respiración cuando te llega esa noticia como un cuchillo, esa siega inesperada de la muerte, en un túnel, donde alguno de los tuyos fue atropellado el infortunio, a oscuras, con ruido de hierros y golpes como de alguna bestia que habita en las profundidades, un Leviatán moderno al que se puede uno subir el precio de un billete de un euro, como si fuéramos de compras y rebajas y nos topáramos con el zarpazo infernal de algún demonio. No puede ser. Esperábamos en casa a los 41 que han muerto y hoy descansan de un viaje hacia una muerte que no estaba escrita en ningún parte médico, tan sólo en la desgracia que a veces se cruza en tres hilos mal enredados de la madeja de la vida.
Queda al menos el consuelo de comprobar en estos casos como un puñado de héroes pueden aliviar la tragedia, sacar cuerpos, movilizar los hospitales y el flujo de la sangre, meterse hasta las patas en un infierno de metal, chispas, cables achicharrantes y gritos, y separar los escasos latidos de vidas en el filo de la guadaña, arrancarlos de los dientes de esa materia que antes era un vagón y que en dos vueltas se convierte en la boca de un perro ciego. En esos sanitarios, camilleros, médicos de urgencia, hospitales de campaña, policías, agentes de no se sabe qué cuerpo de ángeles, encontramos el corazón de una sociedad que funciona, ya lo creo que funciona. Están entrenados para lo peor y un día llega, y están ahí, ya se llame 11 de marzo o Valencia 3 de julio.
El resto nos resultó un poco lento. Dormían la siesta algunas televisiones que preferían el empalagoso español de los culebrones al sonido angustiado de las víctas, de los familiares. No diré quién, qué más da, sesteaba en un concierto de cigarras. Otros tuvieron demasiada prisa en cuajar un titular de causas, como si hubiera que encontrar una explicación para lo que nunca llegaremos a entender: la cuchilla que siega la vida de los nuestros. Mal. En toda crisis se debe salvar prero el magma humano que nos une, antes de arrojar los huesos y quijadas que nos separan.
De las ágenes me quedo con la de la Reina, siempre en estos casos, en el accidente de Soria, en los atentados, en el 11 de marzo, entre los féretros de los militares del Yak. ¡Qué mujer! ¡Qué madre! Ella sola, con sus lágras, con sus gestos de afecto, con su ternura, es capaz de sostener el peso de una corona forjada con la ca y la sangre, con lo que más nos une: el corazón dolido la desgracia.









