Somos un país de expectativas litadas. Lo saben los embajadores, prera línea de nuestra diplomacia. La pasada semana fueron convocados a cónclave, como es habitual desde hace unos años. En esas reuniones se explican las claves y programas de nuestra acción exterior, los objetivos y las estrategias. Una de las prioridades de la diplomacia moderna es la de abrir mercados para nuestras empresas, cerrar alianzas para sectores, y una cuidada atención a los ritmos y rumbos del mundo global.
Pues bien, los embajadores han pasado Madrid, se han reunido con el gobierno, y se han ido con lo puesto, sin ideas, sin indicaciones, sin líneas maestras, sin tareas más allá de gestionar el día a día. El discurso del gobierno ha sido un mero brindis a la galería sobre la necesidad de controlar la inmigración ilegal. Les piden que hagan en las legaciones lo que el gobierno es incapaz de hacer en casa, que arreglen un entuerto organizado desde el ministerio el señor Caldera con su política irresponsable de papeles para todos.
El asunto puede interesar a nuestros embajadores en Senegal, en Mali, en Costa de Marfil, o en Marruecos. Pero los responsables de las grandes delegaciones españolas en el mundo, los de Washington, Pekín, India, o los encargados de nuestras sedes en Europa se han marchado pasmados la falta de ideas del ministerio de exteriores. Callan que es su obligación. En privado confiesan sentirse desorientados.
Después de desmantelar nuestras defensas exteriores y de provocar un contagio migratorio sin precedentes, el ejecutivo se dispone a defender la plaza. Hemos pedido ayuda a Europa, y la Unión nos ha respondido con la sinceridad de Sarkozy, que le dice al gobierno Zapatero que no se puede montar este lío para luego solicitar ayudas. No sabemos qué hacer con el futuro, y hay días que ni siquiera podemos defender el presente.
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