Llega la noticia a media tarde. Con un mensaje de móvil se congelan las bocas estériles de adivinos y brujas que anticiparon un terreno baldío en el que no crecería la descendencia, un pasado alborotado que habría quemado la intidad en la que debían prender los embriones de los herederos. Pues no. No hubo tratamientos en Valencia, ni otros episodios de la fantaciencia con la que cada semana se llenan programas de televisión. Esos programas son como la manzana del cuento de Blancanieves. La muerdes y la chica se queda aletargada hasta que viene el príncipe a despertarla con un beso.
Llega el segundo, con una reforma constitucional bajo el brazo. El Príncipe siempre ha dicho que la cuestión pendiente de la herencia no alteraba los planes ni los ritmos de ampliar la familia. Ya tienen asunto los juristas, y los corazones rellenos de salsa. Hay fórmulas para resolverlo sin tener que llegar a la consulta, que abriría un debate sobre la monarquía como forma de estado, una cuestión que algunos agitan desde hace tiempo, y si no recuerden las banderas republicanas que han seguido, sostenidas las mismas manos, las últas visitas de los Príncipes localidades de Madrid. No hay prisa. El Príncipe no la tiene. Pero tampoco se deben dejar pausas.
Aventuras, las mínas. Como dijo un día Enrique Múgica, ‘si tenemos una institución que ha funcionado y ha servido a los españoles, ¿para qué cojones la vamos a cambiar?’
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