Hay noches que me cuesta dormir. Siempre he sido regular en el sueño, y perezoso en el alba. ‘Estamos hechos de la misma materia que los sueños’, escribía Shakespeare. No sufro pesadillas. Las vivo siempre antes de apagar la luz de mi mesilla. Los malos sueños habitan en la televisión, sobre todo a partir de las doce de la noche, y pueblan el plasma de la pantalla con una comodidad insólita.
Mi últo mal sueño estaba ocupado la inmensa humanidad del ‘pocero’, su cabellera blanca, como si fuera la bandera de Alberti, brutal y analfabeta. Su mirada tiene la dureza del cemento, y la negrura de sus pozos, de los que después de arruinarse, ha sacado dinero a espuertas. Están excavados a la profundidad abisal a la que los ingenieros americanos encuentran petróleo, y fósiles de las coníferas del cuaternario.
Tres espadas, con buen tono y sentido, y hasta con humildad, desplegaban sobre la pantalla escándalos y abusos, y patadas en la puerta y ejemplos de gritos del estilo ‘o me das las licencias que te he pedido o te parto la cara’. Este panzer del urbanismo ha puesto en pie periódicos instrumentales, ha fundado partidos, ha hecho temblar pueblos para edificar sus sueños megalómanos, y ha amasado tanta pasta como para hacerse construir un yate más grande que la estatua de la libertad. Estaría bueno que no pudiera superar a “Liberty”
No estaría de más que
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