La noticia llegó como el hielo, como si en pleno verano hubiéramos abierto la ventana a aire de un trece de diciembre. Soberbio y atroz, el cáncer no respeta ni los más corajudos temperamentos. El de Loyola lo era. Tanto, que esa exhuberancia suya en las formas despertaba admiración y recelo, y un punto de envidia aquella seguridad en las convicciones, aquella valentía, hoy tan inusual, en la defensa de las convicciones propias.
Acertó Aznar cuando la puso al frente de la agricultura, esa industria que cada mañana ponen en marcha hombres y mujeres de los de antes, con manos grandes y duras como escudos familiares, donde los dedos son flores de lis de una nobleza ganada con esfuerzo. Cuando los burócratas de de Bruselas quisieron untar el lomo de España con la mantequilla austriaca, Loyola se trajo hasta Jaén, cogido de la nariz, a un osocomisario que volvió a casa manso como si una zíngara hubiera hecho sonar el violín domador.
¡Qué temperamento! Era además coqueta. Algunos señalaban su desaliño. Quizá la prisa de un ministerio en el que le tocó apagar incendios. Eso no da tiempo para el colorete y la peluquería. Una tarde la invitamos al telediario. Habría algún asunto donde nos jugábamos los cuartos del agro y de la pesca. Le propuse enviar una cámara al ministerio. Pero ella se buscó la vida para venir a Torrespaña y pasar las manos reparadoras de las maquilladoras, de las peluqueras, esas magas que restauraban en dos caricias el rostro más arrasado las largas horas del día.
De cerca era afectuosa y divertida. Y tenía una voz como de piedra, de las que nunca se arrugan. Una tentación para el cáncer, ese tigre dormido que le ha ganado la única batalla que todos perdemos, tarde o temprano, ella tan pronto. Quizá su naturaleza, que barruntaba la amenaza, le dio una vida tan intensa, tan sin descanso, tan despejada.
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