Es lo malo de los dictadores. Lo politizan todo. Corre el rumor de que Castro tiene un cáncer, un tumor negro como la noche que cubre sus cárceles, y de repente el mal es un aliado benigno de los exiliados, y de los presos políticos, y de los liberales que quieren una isla gobernada las leyes del mercado. Un médico español niega haber visto en las tripas del dictador otra invasión que la del bisturí, y suspiran decepcionados todos los que jaleaban al cangrejo maligno.
Me apuntan de madrugada que las juventudes de Izquierda Unida en Rivas desean males de hospital a Aguirre y a Fraga y entiendo que la política, entre nuestros jóvenes, ya no es un asunto racional, sino una sesión de brujería, un recuerdo del vudú y del mal de ojo, de los hechizos y los conjuros, un residuo de lo más irracional de una actividad que siempre reclamó para sí el triunfo de la razón, diosa de la revolución francesa, divinizada aquella cuadrilla que centó la democracia en una charca de sangre noble.
Los médicos van donde les llaman, y al cirujano García nadie debiera decirle nada haber acudido a la llamada de un amigo, ya sea dictador y matasanos de todo aquel que se oponga a sus deseos. Debiéramos estar orgullosos de que uno de los nuestros haya visto el interior del hombre desalmado, y de que nuestra medicina haya hecho sombra a la prestigiosa escuela cubana. Por lo demás, el viaje del cirujano es sólo una muestra más del privilegio en el que agonizan algunos dictadores. Y metáfora que ilustra la verdad de que los remedios de la isla tienen solución en el exterior. Raúl Castro reclama un pacto con los Estados Unidos, mientras su hermano recurre a médicos españoles.
No hay producto de la revolución que sea capaz de remediar, ni la enfermedad de Fidel, ni la política comunista. Nada de lo que hizo le sobrevivirá. Ese es el drama, y también la esperanza.
ARTÍCULOS ANTERIORES:





















