De madrugada, metidos en el miércoles, me desvela el arrebato nacionalista, el últo de ellos, una costra más, un residuo de aquel lema carlista de ‘dios y leyes viejas’. Escribo ese dios como minúsculas pues hace ya tiempo que en Occidente, gracias al sabio y pragmático Maquiavelo, hemos separado la política de la teología. Dicen en Sabin Etxea que ‘el lehendakari no es un ciudadano más’. Viejo reflejo de aquella musculatura con la que cortaban troncos y levantaban piedras antes de salir de casa. Nostalgia de la monarquía absoluta. Veo a Imaz, en el nebuloso informativo de Sánchez Dragó. Dice este muchacho entusiasta que hay que respetar la constitución. Pero lo que viene después, ese ‘no es uno más’, defiende lo contrario. Parece como si la Carta Magna fuera una constitución otorgada, y el poder del guardián de Ajuria Enea viniera directamente de los muertos, de los manes que velan la supervivencia del hogar, de la divinidad que se esconde en los hayedos del Gorbea, de la historia, de las leyes viejas, del dios nacionalista. Premodernos. Son premodernos. Rescatemos aquella ironía de Derribos Arias en el Madrid de los 80: ‘Dios salve al lehendakari, que es un rastafari’. ¡Qué pronto lo vieron, y qué poco hemos tardado en olvidarlo!
Perdone, lehendakari, un momento creímos que usted era igual que los demás. ¡En qué estaríamos pensando!
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