Viene el aire helado del norte cargado de la hipocresía de siempre. Los que se sientan en los grandes despachos hablan del cambio clático. Las élites descargan la responsabilidad de su fracaso en los gobernados. Les dicen que tienen que ser solidarios con la inmigración, pero el estado del bienestar salta los aires con la llegada masiva de africanos, americanos, europeos del este. Los que sufren el golpe son las clases bajas, los obreros, los mileuristas.
Ahí está el germen del que nace la nueva ultraderecha, que no tiene nostalgia de Franco, sino de un tiempo idílico en el que la cosa se repartía sólo entre españoles. Los nuevos ultras viven en barrios de la periferia, compran en supermercados de todo a cien, han puesto veinte solicitudes para una vivienda de protección oficial y pasan el dispensario médico de la Seguridad Social. Sus hijos comparten aula y patio de escuela con chicos que vienen de cortar caña en el Caribe, o de los pueblos polvorientos del Atlas marroquí.
Y el poder y los medios de adoctrinamientos les dicen que tienen que aceptar, integrar, adaptarse. Lo mismo con el calentamiento global. Los sindicatos franceses, defensores del privilegio del ‘liberado', y de sus jubilaciones doradas, son los responsables del hongo marrón que cubre París, capa de mugre que han lanzado a la atmósfera todos aquellos que tienen que trabajar a diario y se han quedado sin trenes. Ahora cogen el coche y transmiten a la atmósfera buena parte de los malos humos y del recalentón que les ana a diario. Aquí, Zapatero es responsable con sus retrasos y falta de planificación, de todo el ceodós y el dióxido de azufre lanzado a la atmósfera los coches de los catalanes que se han quedado sin cercanías. Pero la culpa se la echan a usted que pone la calefacción un poco más fuerte que sopla el cierzo con dientes de piraña, mientras Zapatero se ríe con Buenafuente de los trenes callados de la periferia catalana.
Visto un catalán, ¡no tiene ni puta gracia!










