El cuerpo me pide hablar de Carla Bruni, pero mi otra mano me lleva a la política. Ya me lo decían en el colegio, a mis catorce años: ¡no te toques, quedarás ciego! Pero tengo una vista aguda, dice mi oculista, así que la resistencia de los materiales debe de ser mejor de lo que sospechaban el profesor de educación física y el de geografía.
Son buenos tiempos para los bomberos. En estos meses se van a buscar culpables de todo aquello que no funcione: de los precios, de la subida del conejo, que subirá, del encareciento de las hipotecas, de los muertos del tráfico, de la ebriedad de las Navidades, y todo lo demás.
Ahora le llega al aborto. Tantos años aplicando la espiral del silencio a los delitos que se practican en algunas clínicas para vendernos ahora que el gobierno viene a resolver el problema con una nueva ley. Hasta ahora el asunto era incuestionable, ¡qué digo!, haberlo citado hubiera supuesto un aquelarre para el que lo nombrara, y ahora se hace como que es un problema, para ofrecer una solución.
Nuestra clase política es mediocre, muy mediocre. Descubren los asuntos que preocupan a los ciudadanos a tres meses de las elecciones. Es como si antes no hubiera habido nada, el cero absoluto, el vacío. La nada es incompatible con Carla Bruni. Tenía que colarla, y lo he hecho. ¡Qué gran voz, para dejarse gobernar! Sólo una mujer así puede domar al potro napoleónico de Sarkozy.










