He recibido el año nuevo en Marrakech. Despedí el 2007 en una jaa, en una fiesta un tanto hortera, como suelen serlo todas las que se organizan para clausurar el calendario anual. Los olivos crecían bajo la lona blanca, y para darles un aire navideño los habían forrado de algodón, como si fuera maná, y guirnaldas luminosas, como si se tratara de Frankfurt. Son cosas de los hoteles. Yo viajé al Magreb en busca de calor y un punto exótico, y de ese contraste entre el perfil astillado de las palmeras y el fondo nevado del Atlas. Ahora he visto en PR que hay lugares más fascinantes de que los que he visto, a diez kilómetros de donde dormía, en esas noches frías y húmedas del oasis, pienso volver.
No había muchos españoles entre el público del zoco, o de la plaza de Jemá el Fná. Abundaban los franceses, y los italianos, siempre tan hiperactivos, tan exuberantes. Marrakech es un regreso a las medinas hacinadas de la Edad Media, efervescentes de una población joven que se busca la vida de mil maneras. Es también una ciudad con una gran vida cultural, con una ‘inteligentsia' que se prodiga en lugares fascinantes como ‘Dar Cherifa', en lo más recóndito de la Medina, en el zoco de Mouassine. La periferia de la ciudad está poblada grúas que no paran de construir chalés, adosados, villas, y todo tipo de formatos de un mercado inmobiliario que es la alternativa al agotamiento de nuestro sector nacional. El cla, el agua, el golf, y los atractivos de un mundo exótico, forman un modelo que pondrá a esta ciudad, a hora y media en avión de Madrid, en el mapa europeo.
Su gran contradicción está en la miseria, caldo de cultivo para el integrismo, que se adivina en gestos, en miradas, y en el choque entre costumbres y formas de vida. La frontera se advierte en los barrios lujosos, en las piscinas donde se tuestan los europeos, y en las que los musulmanes sirven el té a la menta a las francesas en topless.
