Tenía que llegar. El reality, un programa donde se busca la espontaneidad virgen del concursante, su capacidad de ser sin atributos, ya tiene escuela. Hasta ahora los que pasaban las ediciones universales del ‘Gran Hermano' eran como el buen salvaje de Rousseau: seres sin civilización, apenas tocados la educación o la instrucción, egos de jaula, hipertrofiados, analitos de tubo de ensayo.
Ahora se ha creado una escuela para instruirles en el arte de aparecer ante las cámaras de televisión. Los concursantes del reality eran la últa muestra de la naturalidad en la comunicación. Un día esa últa frontera estuvo en la política, hasta que periodistas sin futuro se dedicaron a instruir a los políticos sobre los trucos de la tele. Ahora lo repiten con los aspirantes a la fama.
Los programas se van a pelear los que al final del master que se parte en Nueva York obtengan una matrícula de honor o un cum laude. Incluso llegará el día en el que los de una escuela pelearán contra los de otra, mezclados en una orgía de títulos, como aquellas regatas que se disputaban entre Cambrigde y Oxford, y que se transmitían la tele del franquismo, la del monopolio. Será el final de la comunicación como arte espontáneo. Enviar esos egos inconmensurables a la escuela es castrarlos, que toda educación consiste en podar el ego de sus ramas más exuberantes.
ALFREDO URDACI, PERIODISTA