Antes que nada, valga una declaración personal de principios: siento vergüenza del espectáculo que se está dando en torno al asunto Camps, a los trajes de Milano, al intento de utilizar a la justicia, al incomprensible comtamiento del PP y al justificado intento del PSOE de convertir el asunto en un macro escándalo político. Todo este asunto es el compendio de un comtamiento tan falsario como cínico e hipócrita. La sociedad española es así y como tal parece que hay que aceptarla. Y todo ello sin contar con diálogos propios en un presidente autonómico sobre lo de “amiguito del alma” o “te quiero un huevo” que no deja de ser premonitorio de algo más que de unos trajes y un par de zapatos.
No vamos a contar aquí la teoría de que el regalo es una tradición de la cultura española, latina o universal; pero si conviene recordar que en este país, según el nivel en que se sitúe la vara de medir, el que más o el que menos ha recibido dádivas que tenían la clara intención de influir en el áno del receptor. No en vano la frase anóna “nadie da nada a cambio de nada” aparece en el aginario patrio desde tiempos inmemoriales. Y si alguien lo duda que ponga en marcha su memoria.
Hace unos años, la Asociación del Periodistas de Información Económica decidió aprobar un código ético en donde se prohibía taxativamente a sus miembros recibir regalos como consecuencia del ejercicio de su actividad profesional. A qué nivel no se habría llegado para que la APIE se viera obligada a incluir una “recomendación” en ese sentido. Y ello no supone, al menos para mí, poner en duda la honorabilidad y la honradez de la inmensa mayoría de los periodistas económicos españoles que son conscientes de su pequeño o gran poder y de su capacidad de influir en muchas decisiones de trascendencia, sino poner coto a una situación que se había desmadrado.
Pero no nos vamos a parar en el mundo de los periodistas. Todo aquel que tiene una vinculación con el poder pequeña que sea está sujeto a acciones ligadas al mundo del cohecho y solo una sociedad de moral laxa y relativista como ésta ha conseguido elevar a normal una situación de estas características. Ya lo dijo Suárez, “hay que elevar a la categoría política de normal, lo que a nivel de calle es splemente normal”. Y el problema no solo tiene que ver con la cuantía, que una sociedad que acepta la “astilla” como método de normalidad en el terreno de la justicia, es una sociedad que tiene unas tragaderas tan inmensas como su capacidad de rasgarse las vestiduras en público. Así que milongas las justas.
No voy a ser yo el que cuente lo que ha visto y ha vivido en el mundo de la política, del periodismo o, en definitiva, del poder; pero no resulta razonable que se demonice y (se) nos estén dando la brasa con algo que resulta bastante habitual y que los españoles deberíamos considerar como pecado, pero que no lo tenemos interiorizado como tal. Estoy convencido de que el presidente de la Comunidad Valenciana tiene un futuro político raquítico, pero ello no me va a hacer comulgar con ruedas de molino y (de) jugar a buenos y malos cuando convenga a los intereses de unos y de otros.
Una cosa es practicar la elegancia social del regalo y otra muy distinta aceptar la dádiva sea propia o propia que tiene siempre un objetivo avieso, torticero e interesado. Y aquí el regalo con intereses sórdidos, ha sido y es tan habitual como comer patatas guisadas. Unas veces tiene forma de propina que facilite una pequeña posición de privilegio ante una ventanilla y otras de condiciones favorables para adquirir a un piso de protección oficial. Entre uno y otro podemos encontrar de todo: cacerías, viajes, recalificación municipal de terrenos, jamones con chorreras, canonjías en fundaciones, puros robustos, o cajas de Vega Sicilia. Todo lo demás son ganas de marear la perdiz. Donde gobierna la derecha, la gente de derechas hace más negocios que los de izquierdas y donde gobierna la izquierda, los de derechas no se comen un colín.
Solo así llevan funcionando las redes en el mundo y manejando la cuota parte del poder desde hace siglos. Y no me refiero a Tuenti, ni a MySpace ni a Facebook. Pero esa es otra historia sobre la que algún día habrá que escribir entrando en el terreno de los historiadores.
¡Habrá que reinventar el sistema!
Carlos Díaz Güell es vicepresidente ejecutivo de la consultora de comunicación Serfusión