Hay algo más desgarrador que morir en soledad? Maneras de morir hay muchas, ninguna exenta de dolor, el propio y el ajeno. El dolor propio, derramado en la contienda que siempre se acaba perdiendo. Unas veces violenta, como la agonía que socava inexorable las fuerzas hasta exhalar el últo hálito; otras más dulce, cuando la noche roba el protagonismo y se apaga la luz tal como se esconde el día, tenuemente, casi sin llamar. Y el dolor ajeno, el que golpea la incertidumbre de tomar la medida al tiempo que araña los días y las horas a la esperanza. Cuando se va un ser querido sólo el tiempo es capaz de llenar ese vacío. Si la muerte fue natural, murió de viejo decos nos confortamos en los años vividos, en el tiempo que compartos. Arropamos a nuestros queridos en su despedida. Y les lloramos. Nos duele su muerte y la superamos con el amor que nos dejan. Nos arranca una parte de nosotros pero cicatrizamos la herida con sus recuerdos. ¡Qué gozo cerrar los ojos sabiéndote querido! Cuando un anciano muere en soledad, una parte de la sociedad se muere con él. Su muerte es tan fría como la propia muerte. No ta el dolor que provoca, pues nadie la llora cuando irrumpe. Si se presenta de frente o a traición, si alarga su pulso a la desesperanza, es indiferente, pues sólo la espera quien con ella se marcha. Morir en soledad es una segunda muerte, tras la muerte en vida. Cuántos ancianos la sufren. Es posible poder aginar la angustia de aquellos a los que la vida acaba envolviendo en el manto de la indiferencia. A los que nadie les llora, pues llevan años muertos antes de morirse. Cada noticia de un anciano que aparece muerto, olvidado, sin el calor de un familiar, de un amigo cercano, es un aldabonazo que debería sacudir la conciencia de toda la sociedad. Amancio y Jeróno tenían 81 y 88 años. Sus familiares hoy les lloran, recordando su despedida la mañana, cuando la furgoneta de la residencia les trasladó últa vez. A diario los recogían en sus domicilios, los colocaban en la parte trasera de la furgoneta con sus sillas de ruedas, y los trasladaban a la residencia. “Por un despiste estúpido”, tal como describió Luis Miguel Aranda, el director del geriátrico, al tratar de explicar cómo dejó a los dos ancianos abandonados en el interior de la furgoneta durante más de 12 horas. Se los dejó olvidados, como quien olvida un paraguas. Quizá en sus últas horas, Amancio y Jeróno sintieran esa soledad aterradora. Como tantos ancianos que no tienen quien les llore, y viven y mueren en soledad.
Alberto Castillo
Director de Gente en Madrid