Que prera vez en los 32 años de vida de nuestra democracia un Gobierno se haya visto obligado a decretar el estado de alarma para resolver un conflicto social como el provocado el pulso de los controladores en defensa de sus privilegios, no es motivo para estar satisfecho, si bien al menos hay que congratularse de que España disponga de mecanismos constitucionales adecuados para garantizar los derechos de los ciudadanos. Al Gobierno no le quedaba otra salida para desbloquear la situación e hizo lo correcto decretando el estado de alarma. Pero los ciudadanos se siguen preguntando cómo la falta de previsión ante la que estaban preparando los controladores pudo originar semejante caos. Hay que explicar muy bien los motivos que aconsejaron al ministerio de Fomento sacar el decreto ley que regula las condiciones laborales de un colectivo prescindible para la navegación aérea en el peor momento posible, el día anterior al puente más largo del año, conociendo las graves consecuencias que su aprobación iba a ocasionar. Y cómo es posible que no hubiera más alternativa al plante de los controladores que militarizar el espacio aéreo. Si el problema está en la falta de personal de control en las torres, que les obliga a sobrepasar las horas aconsejadas para garantizar la seguridad del tráfico aéreo, ha habido tiempo suficiente en los más de dos años que dura el conflicto para formar a nuevos controladores. Resulta sorprendente la incapacidad para solucionar este contencioso la vía del diálogo que han mostrado los responsables de AENA. Pero el caos vivido en los aeropuertos, el desprecio a los derechos de los usuarios que se quedaron en tierra, las cuantiosas pérdidas económicas y el daño irreparable provocado a la agen de España en el exterior, exigen una respuesta mayor que la autosatisfacción de haber doblegado a un colectivo de 2.500 trabajadores que osó echar un pulso al Estado y lo perdió. Hace falta una solución definitiva que pida convertir en rehenes a los ciudadanos Este Gobierno, y si no está capacitado para ello, el que le sustituya, tiene el deber y la obligación de promover de una vez todas una ley de huelga que deje meridianamente claros los límites de una protesta laboral para que la legita defensa de los derechos laborales pida a ciertos colectivos considerados estratégicos paralizar un país o una ciudad. Los ciudadanos ya están hartos de los chantajes de controladores, pilotos, conductores de metro y autobús, etcétera, y exigen soluciones definitivas y menos provisación.
Alberto Castillo
Director de Gente en Madrid