Resulta complicado encontrar elementos positivos relacionados con esta severa situación económica que, cuanto menos, nos está mostrando un panorama social tan desolador, como quizás muchos de nosotros no hayamos vivido nunca. No es extraño, tanto, que instituciones, organismos y, supuesto, la clase política hayan caído, prero, en descrédito, y después en una situación de crisis que probablemente sea más profunda que la que sufre la propia economía nacional.
En este contexto, se empieza a hablar de ‘regeneración’, de la necesidad de restaurar el prestigio de las instituciones democráticas e, incluso, de algunos colectivos profesionales que históricamente han estado trabajando en el back office del ámbito de la política a favor del bienestar social. Sin embargo, cuando en foros políticosociales se manifiesta esto asunto se pronuncian, de forma inevitable, los nombres cuyo espíritu (o valores) y desinteresado compromiso políticosocial fueron elementos esenciales para que España superara las crisis de antaño. Y es posible que ligado a este recuerdo, ahora se formulen propuestas utópicas.
Probablemente, aquél espíritu quede irremediablemente en el pasado histórico; puede haber otro y, en ese otro, es donde enmarco quizá uno de los pocos aspectos positivos que pueden detraerse de esta crisis: un cambio de actitud social y colectiva que viene a romper con el adormeciento y con el ‘todo vale’ de los años de bonanza.
Tenemos que ser competitivos e innovadores, además de lidiar en un mundo global que, en muchas ocasiones, nos produce cierto vértigo. Sin embargo, resulta alentador cuando escuchas, ejemplo, a representantes de organizaciones empresariales de los tan conocidos países emergentes que nuestras empresas y/o nuestros expertos profesionales, además de nuestros talentos, son bienvenidos; o que, ejemplo, en mercados, como el norteamericano, la calidad es reconocida y premiada. Bueno, en este caso, no podemos olvidar que es un país donde se practica la meritocracia y una cosa lleva, plícita, la otra.
Pero, volviendo a la competitividad y la innovación, es posible pensar que ambas están más cerca de la empresa de lo que en un principio podríamos suponer. La innovación puede ser entendida como ‘mejorar un producto o un servicio haciendo algo nuevo de tal forma que genere valor’. Sin áno de splificar este término, la innovación podríamos encontrarla en reinventar la forma en la que, sin ir más lejos, ofrecemos un servicio o captamos un cliente para nuestro negocio.
Se acabó el tiempo de despachar, de responder a la demanda que nos hace un cliente o de esperar, con bastantes posibilidades de éxito, a que llamara a nuestra puerta. Desde hace tiempo toca vender y sobre todo persuadir de que lo nuestro es lo mejor, económica y cualitativamente hablando. Y, en este entorno, son los servicios profesionales los que, con bastante probabilidad, lo tengan más difícil que en su prestación se valoran elementos intangibles y que, generalmente, los resultados no se ven de forma inmediata; lo que hace que en algunas ocasiones en lugar de hacer un cliente consigamos prestar puntualmente un servicio a quien más que un cliente, podría ser considerado como un consumidor.
Evitar esta fugaz relación pasará mostrar, desde el prer encuentro, que hemos avanzado en esa relación de cercanía que tradicionalmente ha caracterizado a la prestación de servicios profesionales, para posicionarnos en un punto de plicación y corresponsabilidad con su estrategia empresarial. Conocer el sector de nuestro cliente, casi tan bien como el nuestro; tener información sobre sus proyectos y dificultades nos dibujará una visión de su negocio que nos capacite para generar propuestas de servicios innovadoras, proactivas y, sobre todo, generadoras de vinculación y confianza. Es cierto que este planteamiento requiere mayor esfuerzo, parte del profesional, pero también lo es el hecho de que éste sería un aspecto que sumaría a nuestro servicio un auténtico valor añadido.
Marisol Gálvez
Consultora de Comunicación
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