El nabo, que hasta muy entrado el siglo XIX fue la patata de las ollas campesinas y los cocidos urbanos, nunca tuvo buena fama y a lo largo de las tantas centurias en las que fue protagonista de la pitanza cotidiana de los humildes cargó con al sambenito del desprecio culinario y gastronómico. Una desconsideración que Quevedo usa como ejemplo para ridiculizar al límite de lo posible al licenciado Cabra en su única novela Vida del Buscón. El ‘clérigo cerbatana, archipobre y protomiseria’ removiendo la misérra olla que ofrece a sus pupilos encuentra un nabo y dice gozoso: ‘¿Nabos hay? No hay perdiz para mí que los iguale. Coman que me huego de verlos comer’.
Actualmente y desde hace tiempo el nabo ha pasado de la desconsideración a la ignorancia suma; al ninguneo coquinario, que no es fácil discernir cual es peor situación. Aunque justo es reconocer que con excepciones, casi todas en Asturias, donde se siguen celebrando certámenes gastronómicos a base de nabos y a Adviento pasado, coincidiendo con las fiestas de san Antón, san Martín y san Mamés.
Aceptando y dando bueno que para los gustos se hicieron los colores, lo cierto es que el nabo es rico en vitamina C, tan útil en época invernal, en folatos y en compuestos azufrados ricos en antioxidantes que bloquen la acción de los tan temidos radicales libres y que protegen la piel de las inclemencias. Además, los nabos son extremadamente generosos en fibra, que previene o trata el estreñiento, reduce las tasas de colesterol en sangre y contribuye a reducir el riesgo de enfermedades relacionadas con el tracto gastrointestinal, entre ellas en cáncer de intestino grueso. Por últo, su riqueza en potasio le confiere una acción diurética y tanto beneficiosa en casos de hipertensión, gota, cálculos renales, retención de líquidos y oliguria.
Resumiendo, que cada cosa a su tiempo y los nabos en Adviento.
Miguel Ángel Almodóvar, sociólogo, investigador, periodista, divulgador especializado en nutrición y gastronomía. Consulta sus publicaciones en La Fórmula Almodóvar .