“La religión catalanista tiene por Dios a la patria”. (Prat de La Riba)
“El fascismo no es solamente una fe, sino una religión”. (Mussolini)
Para realizar una autopsia intelectual al sistema cultural del nacionalismo catalán, habría que comenzar por subrayar que su tan manida identidad posee un origen en el sentimiento racista y, como todo nacionalismo, obedece a la propuesta de la sociedad cerrada contra la sociedad abierta (no en vano, Prat de la Riba afirmó preferir la compañía de un perro a la de un castellano) Así este regreso a la tribu –que enunció Karl Popper- adopta desde su raíz las maneras del integrismo islámico, aunque la religión catalanista surgió y se sirve de meapilas católicos y de instituciones como el ultra reaccionario Opus Dei, que imparte la doctrina secesionista en sus centros educativos, mientras recibe subvenciones de la Generalitat a pesar de estar incumpliendo la ley con su política de discriminación de género. No deja de resultar paradójico que la Iglesia sea parte importante del apostolado de esta nueva religión que, trágicamente, desde el sectarismo se dedica a fabricar enemigos de la humanidad, fomentando el odio a lo español en un abandono premeditado del ideal de justicia y del desarrollo del sentido crítico. La enseñanza catalana es éticamente reprochable y educativamente es una parodia de enseñanza.
También cabe destacar la labor indecorosa de los colaboradores necesarios que son los medios de comunicación y propaganda en su triple vertiente (televisión, prensa y radio). Unos medios que son pariente máximo de la comunicación marxista. Sin ellos esta aberración no sería posible. Sobresale una televisión ramera y provinciana de cinco canales, subordinada al Gobierno y diseñada para la transformación política, empeñada en la creación de opinión a favor de la negación de la libertad lingüística. Un discurso ininterrumpido centrado en la idea de una identidad cultural singular y cerrada que trata de imponer la ortodoxia para propagar la intolerancia, primando en su discurso el sectarismo sobre la integración. Así, desde los medios se fomenta la exclusión del no parlante y se segmenta la sociedad en fieles e infieles en buenos y malos.
La identidad es la navaja suiza del nacionalismo. Se trata de un abracadabra multiusos utilizada para describirlo todo sin que jamás hayan sido capaces de explicar algo cierto. La identidad es un término que no puede demostrar nada por la sencilla razón de que entre seres humanos la diferencia no existe. Por mucho que la utilicen todos los implicados en el proceso, nadie podrá definir una identidad catalana. Por mucho que se insista en fabulados procesos históricos siempre habrá un proceso anterior y además real. La identidad catalana, como cualquier otra, es una falacia meramente ilusoria, un delirio que nunca podrá ser un hecho real y tangible, pues, por mucho que el espectador mire hacia otro lado, no se puede sacar una esencia de la chistera prescindiendo del tiempo. Pero estos gañanes de victimismo, llanto y pataleo patriótico pretenden que a fuerza de repetir el conjuro sus fines sean aceptados como leyes de la naturaleza.
Lo más pintoresco en cuanto a despejar la incógnita de la identidad se lo debemos al turbio soplapollas de Prat de La Riba, que, en un tan enternecedor como espantoso reclamó de la identidad catalana, opuso el gótico y el románico de su arquitectura al arte arquitectónico mozárabe y mudéjar en España. Llamar a esto la encarnación del disparate es quedarse corto. Eso sí, dejó patente que la insolvencia cultural del padre de la patria no alcanzaba para saber que el mejor románico se concentra en Castilla y León, ni daba para tener noticia de la influencia del mudéjar en ambos estilos. Pienso que su contrastada imbecilidad debía obedecer a una especie de mandato celular, pues hay que estar embebido de gilipollez para soltar una tan gorda. No me extraña que Pio Baroja afirmara que había pensado siempre que el doctrinario más estúpido que había dado España era Sabino Arana, hasta que leyó el “Catecismo catalanista” de Prat de La Riva.
Que la nación es históricamente producto del Estado es algo que no admite discusión. Pues bien, los nacionalistas invocan la etnia como anterior y reclaman la definición rigurosa que utiliza, entre otros muchos, el criterio de la lengua vernácula. Sabiendo, como sabía hasta Cambó, que el catalán es una lengua híbrida y aceptando pulpo o calamar como animal de compañía, nos encontramos con la desagradable sorpresa de que casi la mitad de la población de Cataluña no habla catalán, detalle por lo cual tamaña franja de ignorancia no puede ser tenida en cuenta como etnia catalana. Pero en este caso aún habría que ir más lejos y considerar algo así como “catalanes de la diáspora” a los ciudadanos de baleares y a los valencianos que hablan catalán, pero, coño, estos no desean que les cosan un brazalete con la estellada. Y ya para organizar sesiones multitudinarias de psicoterapia cuando nos planteamos qué hay que hacer con la neurosis de esas mujeres atrapadas en un cuerpo de hombre, como son: la Mercè Castro, el Josep Medina, el Pere Álvarez, el Cesc Petrescu, el Lluis Bachir, el Mohamed Parellada, la Yelena Homs y la Monserrat Engonga de turno. Aunque en fin, creo que no tienen solución, son impuros y no entra en cabeza humana que pueden ser parte del pueblo elegido, supongo que habrá que gasearlos. Bueno, en cualquier caso serán segregados por ese instinto cargado de odio que anida en la fauna secesionista que acabará creando castas atendiendo al grado de pureza sanguínea.
El nacionalismo catalán es parte de una sociedad caída en brazos de la sinrazón que se ha convertido en masa, es un empeño contrario a la evolución que se sitúa en las antípodas de la inteligencia, que concede formas de privilegio a los parlantes, originando diferencias sociales y económicas con el resto. Es un desfalco moral y una estafa intelectual donde ni se admite la crítica ni se puede cuestionar absolutamente nada. Muy por el contrario, una sociedad evolucionada y justa es la que atiende a la adaptación de los tiempos, la que genera entre sus miembros una visión universalista donde priman el reconocimiento recíproco y la defensa de la diversidad, la que por encima de todo educa a los ciudadanos en la tolerancia y los conciencia de su indisoluble pertenencia a la humanidad.
Somos parte de una obra de inteligencia infinita. Tal y como confirmó el telescopio espacial Spitzer, en origen fuimos átomos acrisolados en el seno de gigantescas estrellas, ahora somos el legado de esas primeras esferas de plasma que detonaron desintegrándose y esparcieron su semilla celestial, un fenómeno colosal y fabuloso al que debemos la evolución en todas sus formas, y entre ellas; la gran nación de la raza humana, que es lo que somos por no existir entre nosotros barreras de interfecundidad, a pesar de que en algunos habite una estupidez de dimensiones patológicas que no sé cómo les alcanza para reproducirse.
Eso sí, benvolguts amics i amigues, les dejo con la inteligencia prestada de Herbert G. Wells: “Nuestra verdadera nacionalidad es la del género humano”.