En la Tierra a lunes, noviembre 18, 2024

OPINIÓN: Donald Trump, el despertador de los demonios dormidos

Cuando se trata de crear opinión, absolutamente todos los profesionales de lo suyo, no dudan en señalar a Donald Trump como un imbécil que no representa a nadie. Apenas hace un mes, leíamos editoriales en las que se aseguraba que nos encontrábamos ante una reminiscencia de las cavernas que poco menos era un outsider que no pertenecía al sistema. Y por supuesto, en los debates televisivos se ha venido vaticinando su fugaz popularidad y el fracaso inmediato de su precandidatura. Una vez más, los politólogos han demostrado que, ellos, que manejan como nadie el discurso ilusorio de la supuesta evolución social, son los primeros en querer alterar la sustancia de realidad que conforma la base de la democracia. Es decir: una cosa es el culo de su deseo pueril, y otra, muy distinta, las témporas de la realidad adulta. Pues, aun admitiendo algún déficit en la inteligencia de un hombre sin refinamiento intelectual alguno cuya explícita convicción ideológica es el racismo, el respaldo que recibe del pueblo llano le proclama como “uno de los nuestros”. Donald Trump es la desconcertante verdad a la que nadie puede hacer frente desde la honestidad.

La democracia está fundamentada en la soberanía del individuo, este sistema desplaza al ciudadano todo el compromiso reclamándole la responsabilidad de un proyecto de vida. ¿Alguien tiene duda de estar ante un genuino representante de esa exigencia? Trump es un ejemplo cumplido de la ineludible obligación de fabricarse uno a sí mismo. Es el máximo exponente del tan manido self-made-man americano que obliga en democracia a la individualidad. Por tanto, el análisis de los sabios de turno parte de una hipótesis errónea, pues el hecho de ser millonario y representar el éxito social le convierte en un ciudadano ejemplar para esa mayoría que sueña ser como él. De ahí, una parte de su elevado índice de aceptación.

En realidad estamos ante una celebridad extravagante que no ha abrazado el éxito económico por casualidad, se trata de un ser ávido y empeñado en hacer fortuna que, mejor que cualquier otro precandidato, conoce el valor de la propaganda y tiene claro que en la insatisfacción del mediocre puede localizar el mejor caladero de votos. Pero para ello, también sabe que debe exponer unos puntos de vista convincentes que consigan la identificación de sus ideas con aquellos que prefieren culpar a otros de su difícil situación. Por eso, desde que saltó al ruedo de la política en el mes de junio, se ha instalado en la incomodidad de lo políticamente incorrecto, consiguiendo un ascenso de popularidad vertiginoso al mostrarse como un patriota de opereta, un ser no exento de cierta vena misógina y un grosero que no ha dudado un instante en despreciar desde estrellas de la comunicación hasta algún héroe de guerra. Lo singular de sus ideas de expulsar 11 millones de ilegales para limpiar el país de mexicanos indeseables y su propuesta para la construcción de una barrera infranqueable en la frontera que deje el Muro de Berlín en un seto de aligustre, han disparado su aceptación hasta colocar su precandidatura claramente favorita. “El Muro de Trump” es un mantra demagogo que se repite en los medios y que se ha convertido en un banderín de enganche inmejorable, porque su delirio es, por encima de todo, el desideratum de una parte importante de la ciudadanía norteamericana que aplaude hasta romperse las manos un discurso que, por ahora, sólo él como caricatura de sí mismo se ha atrevido a pronunciar; la acusación, en voz alta, que señala al más débil como el culpable del deterioro económico y social de los Estados Unidos. Su soflama populista es la que desea escuchar una importantísima parte de una sociedad que, seguramente por no haber conseguido una realización plena de su existencia, continúa anclada en la xenofobia. Algo que no por ser extemporáneo deja de ser común al pensamiento republicano; ese pensamiento que siempre se manifiesta disociado de las corrientes intelectuales de su tiempo.

Nunca llegará a presidente, guarden cuidado, lo que saldrá en el parto de la sucesión del Tío Tom hace tiempo está decidido y no es precisamente la cabeza de peinado tan complicado como su patología la que jurará defender la constitución; será hembra y lo hará en la fachada oeste igual que lo hizo su marido. Donald Trump, mucho antes, será liquidado con alguna información sobre su pasado, porque su carencia de valores estéticos son formas imperdonables para la hipocresía del sistema. Pero sus ideas serán asumidas como propias por una parte importante de la sociedad norteamericana, y no sólo tenidas muy en cuenta por su partido (de hecho ya han sido absorbidas por el resto de candidatos) también impregnarán la política de Hilary Clinton pues, en definitiva, se trata de ganar votos contentando a la mayoría aunque para ello se deba perjudicar a la comunidad latina.

Lo que todos los popes de la propaganda democrática se niegan a admitir es que el populista Trump, un imbécil con balcones a la calle, ha puesto de manifiesto que hay algo mucho más imbécil y peligroso que él: una sociedad frágil construida con la debilidad que la imposición de lo políticamente correcto supone; un espejismo de mierda; la falsedad que guarda las apariencias para justificar su existencia; la prostitución intelectual que mira hacia otro lado para admitir la política como el arte de mentir de manera persuasiva; una fealdad monstruosa que cierra los ojos ante el espejo cuando le devuelve la imagen de su propia realidad; una hipocresía monumental que prefiere mantenerse en la modorra de la siesta permanente que silencia los demonios que habitan su vigilia; la puta realidad que mete miedo.

Antonio de La Española

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