En la Tierra a sábado, diciembre 21, 2024

OPINIÓN: El principio de la tormenta

“No estamos ante una guerra de religiones”. (Mariano Rajoy)

La escalofriante matanza de París perpetrada por un grupo de infrahumanos, es, una vez más y en esencia, el reflejo del odio que nos profesa el wahabismo saudí al resto de los mortales. Es la siniestra realidad de encontrarnos ante un fundamentalismo religioso que no tiene reparos en alimentar victimarios cuyo cerebro bascula ente la sinrazón y la imbecilidad absoluta. Es la guerra entre la barbarie primitiva y la civilización más avanzada. La vergonzosa existencia de unos animales bípedos con una predisposición congénita por la brutalidad, que, advierten: “amamos tanto la muerte, como vosotros la vida”. Se trata de bestias hechizadas bajo el influjo de su religión, que son abyectos prisioneros de la ignorancia y grotescos huéspedes de una cultura nauseabunda de inspiración medieval. Se trata de animales en celo que sueñan desvirgar hembras en el paraíso del señor de los cien nombres y que, impregnados de solemnidad, nos avisan que esto es sólo el principio de la tormenta.

Y hay que creerles. Pues, como todo ser humano medianamente informado sabe, son financiados con desfachatez por los países de doble cara del Golfo Pérsico: Arabia Saudita, Qatar, Kuwait y Emiratos Árabes. Eso sí, con el baboso beneplácito de un prostituido Occidente corrompido por la codicia de las cuantiosas inversiones en petrodólares que hacen en su suelo la teocracia saudí y sus satélites. Somos el capitalismo sin alma que cierra los ojos permitiendo el asesinato de su población, la destrucción de su cultura y la amenaza de sus instituciones mientras negocia con una monarquía absoluta que gasta el 10% de su PIB en inversión armamentística, gasto que coloca a la monarquía de voluntad supremacista como el tercer ejercito del mundo en presupuesto, mientras, sin solución de continuidad hace de la imposición de su religión su primordial estrategia política.

Por tanto, se hace imposible identificarse con el razonamiento de los hipócritas que quieren disfrazar una guerra religiosa sosteniendo la reducción del wahabismo saudí a la simplicidad de lo personal, con el único propósito de negar una trascendencia social que tiene como consecuencia el terrorismo militar organizado en nuestro propio territorio. Estamos inmersos en una guerra global declarada por una religión oscura y violenta, que durará el tiempo que las monarquías sanguinarias del Golfo Pérsico continúen en su empeño de imponer la interpretación de las leyes de su religión amparando y financiando asesinos. Así las cosas, la solución no puede pasar por arrasar Siria mientras se mantiene abierto el grifo que alimenta el terrorismo, y, permitiendo que desde sus mezquitas y medios de comunicación continúen glorificando cualquier carnicería contra ese otro mundo poblado de demonios extranjeros.

El holocausto de París, además de ser el efecto causado por una política mal llamada de integración, es la alarma que suena contra la estupidez y la demagogia de los idiotas que argumentan que esto se arregla con democracia. La intolerable realidad es que en las mezquitas occidentales hace tres décadas que se promueve el integrismo, desde que el gobierno saudí, con el beneplácito de las autoridades occidentales, comenzó a financiar su construcción por medio mundo, a pesar de que en su tierra está terminantemente prohibida, incluso penada con decapitación, la práctica de cualquier fe que no sea la suya. A este desatino hay que sumar la alegre permisividad con la que se ha acogido una inmigración musulmana salvajemente racista, la ausencia de voluntad política en la exigencia de su integración, y, recientemente, la ausencia de filtros fiables en la acogida de los refugiados sirios.

La obligación moral de defender nuestro mundo supondría tanto como cerrar sus mezquitas y demolerlas, exigirles la adaptación a los valores de las sociedades que les acogen y prohibirles las prácticas culturales que atentan contra las libertades individuales, la dignidad y la honra de las personas, especialmente las de las mujeres. Pero de eso nada. Por contra, los representantes con mayor predicamento de las comunidades musulmanas salen en los medios con ese sermón repetitivo, tan hueco como sus cráneos, con el que intentan enternecernos hablándonos de su limpia conducta y su tristeza, al tiempo que con su puto “bla bla bla” pasan a exonerar su religión de cualquier tipo de violencia, apoyados en el ambiguo discurso de nuestros políticos que aconsejan no caer en la “islamofobia”. ¡Hace falta valor!

Por todo ello, lo único que cabe es la aceptación de la realidad y preguntarse desde la absoluta indefensión: ¿dónde y cómo van a perpetrar el próximo horror?, ¿quién o qué redime al ser humano de tanta barbarie?

Antonio de La Española

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