“La incompetencia es tanto más dañina cuanto mayor sea el poder del incompetente”. (Francisco Ayala)
El clásico comenzó con una hilera de jugadores y técnicos dando la espalda a una monumental bandera de Francia, mientras el sonido de la megafonía llenaba el aire con una elegante interpretación de la belicosa La marsellesa, en irónico homenaje póstumo a las víctimas de la penúltima bestialidad que, entre otros, hicieron posible los sponsors que los dos equipos escondían bajo el chándal. Fue, escena soberbia, el preámbulo a la debacle blanca que hasta un ciego veía venir. Habían desaparecido los aplausos regocijados, la franca y general algarabía, los cánticos de esa grada de niños grandullones que es una coral de gallinero, las excitadas charlas entre vecinos de asiento y todas las emociones que se producen dentro del estadio en ese trance de expectativa anterior a que comience el partido. Con un gesto de sentida aflicción, Rafael Benítez, mirada fija, como si un sombrío presentimiento le anunciara la que se le venía encima, encabezaba la formación madridista en el único gesto de rigor táctico que observó su mezquino equipo hasta el pitido que clausuró el bochornoso ridículo del peor Real Madrid que se recuerda en décadas, al que, en manos de este técnico “le jours de gloire est arrivé” le queda tan lejos como la fecha de composición de la canción de guerra de Rouget de Lisle.
La sociedad deportiva que alcanza la mayor facturación del planeta, es un funambulista que camina sobre el alambre que, su propia incompetencia, ha instalado entre dos de esas torres que el mal gusto y la especulación levantaron sobre el suelo recalificado de aquella melancólica “escuela de formación” en la que se formó como jugador mediocre e impartió sus primeros conocimientos el ahora entrenador del primer equipo. Un enemigo declarado del fútbol espectáculo, que lleva el olor de la derrota impregnado en ese uniforme gris viajante que le sienta aún peor que la corbata mal anudada que, antídoto de la elegancia, se aprieta en un cuello que pide a voces ser separado de su cabeza por la espada de Damocles que su propia incompetencia ha afilado.
Un éxito rocambolesco de hace once años y la insistencia de su íntimo amigo José Ángel Sánchez -mano derecha de un altivo presidente, triturador de entrenadores, que maneja la dirección deportiva como el niño que juega a la Play Station- han sido suficiente aval para que con peregrino humor se entregara un equipo formado por jugadores de ensueño a un hombre que en 2010, en apenas seis meses, llevó al campeón de Europa, de Liga y Copa de Italia a un apático agotamiento del que todavía no se ha repuesto. Pero para centrarnos en lo más reciente, decir que se ha entregado la dirección técnica a un pusilánime que en la obligación de ganar, jugándose en casa un puesto para la Liga de Campeones, ordenó en el Nápoles, su penúltima víctima, un planteamiento defensivo frente a un menguado rival que convirtió el habitual bullicio del estadio de San Paolo en un mutismo espantoso que fue el desdén con el que lo despidió “fino alla morte” una afición liberada del suplicio. Aquel día ya había acordado tomar sobre sus hombros la responsabilidad de hundir al Real Madrid, tras hacer pedazos un preacuerdo con el londinense West Ham United; modestia que colmaba las aspiraciones de volver al modo “british family life” que pretendía para él su lenguaraz esposa.
A veces el inexplicable destino pone al alcance de la incompetencia del hombre básico oportunidades reservadas a mayores capacidades. Rafael Benítez es un ejemplo claro. Un entrenador que en un delito de lesa estupidez se excusa del fracaso refunfuñando la afirmación vehemente de creer haberse equivocado al haber sobreestimado la calidad, cuando esa es, precisamente, la virtud fundamental que distingue un proyecto deportivo que le viene enorme. Un hombre altivo, pagado de sí mismo, en conflicto permanente con una plantilla que lo desprecia. Que sí, que si quieren son un conjunto de divos que no son escrupulosamente sensibles a la disciplina, pero son los que juegan a sus órdenes, los que desconfían de quien saben un subalterno de un estilo de juego decimonónico. Benítez los tiene físicamente fundidos, y, ellos lo entienden como un ser de excéntrica previsión. El entrenador es un mariscal de campo lleno de inseguridades, un completo incapaz que tiene a la tropa instalada en el desánimo, y que consciente de las burlas que de él hacen sus oficiales, aspira sus propios humos mientras los conduce a la catástrofe extrema ordenando la entrega de las armas (el balón) al enemigo.
Cómo estará el asunto que tras doce partidos de Liga, con tres empates y dos derrotas -media que no alcanzaría los ochenta puntos- Florentino se ha visto en la obligación de convocar una tumultuosa rueda de prensa para vender la mula de que la culpa es de Carlo Ancelotti. En fin, una ruindad, un desagradecimiento y cualquier cosa con tal de justificar su disparatada fantasía que imaginaba recobrar la hegemonía del fútbol continental con el triple extracto de la incompetencia. Ya saben, la realidad es que, afortunadamente para el madridismo, a este generador de infelicidad le quedan un par de derrotas.
Antonio de La Española